DE ENFADOS Y RABIETAS

Gabriele tiene un cuento en el que aparecen bebés dibujados de forma muy esquemática en situaciones cotidianas (sobre todo comiendo) cuyas cabezas pueden girarse: por un lado aparece una cara triste y por el otro una contenta. Desde muy pequeñito se parte de risa dándoles vueltas y más vueltas a esas caras. La primera vez que le vi me acordé de un día, cuando tenía yo unos doce años, en que unos amigos dejaron unas horas a un bebé de tres meses en casa y mi padre me enseñó que si dibujábamos una cara sonriente (un círculo con dos ojos y una boca) y se la enseñábamos el bebé se reía. Los dibujos del libro de mi hijo se parecen mucho a aquel que hicimos nosotros. Y aún me parece un poco un enigma esa pasión de los bebés por las caras sonrientes; o, más bien, el efecto que tiene la aparición del rostro humano, hasta en sus representaciones más esquemáticas.

Caras

Pero empecé a fijarme también en las caras tristes. Me puse a jugar con Gabriele a imitar expresiones alegres o tristes. Y después de un tiempo observando sus palabras y sus reacciones me di cuenta de que, al contrario de lo que me sucedía a mí, para él lo contrario de la alegría no era la tristeza sino el enfado: la rabia o la ira, en todas sus posibles gradaciones. Los niños no se dan por vencidos con facilidad, no están acostumbrados a tolerar las frustraciones, a duras penas lo consiguen. En realidad, su actitud, además de obstinada y caprichosa, tiene un punto de nobleza, pues no renuncian a lo que quieren y les cuesta abandonar la esperanza. Montan en cólera porque esperan: porque confían en que, de algún modo, sus deseos se harán realidad. Confían en nosotros, en que puede ser que les demos lo que quieren: si no se resignarían mucho antes.

La tristeza, en realidad, no es sino la reacción ante una pérdida que se considera irreparable. Poco a poco aprendemos a ponernos tristes, a abandonar nuestros deseos y sustituirlos por otros nuevos. Y los bebés y los niños pequeños también se entristecen, pues sufren, en ocasiones, decepciones grandes: pero sin duda les cuesta entender y mostrar lo que les pasa. A veces se rompe un juguete y se enfadan porque no sabemos repararlo, y después se sientan y lo miran un rato con impotencia. Otras veces una determinada música puede hacer aflorar en sus rostros una expresión melancólica. En ocasiones caminan cabizbajos tras haber intentado seguir, sin éxito, a un grupo de niños mayores. Pero en general su mundo emocional está regido, de forma mucho más inmediata, por la rabia, que expresan sin tapujos. Cuando un niño de un año llora porque su madre se ha marchado expresa su ira e intenta así retenerla. Si todo va bien, no renuncia, y quizá a su vuelta se mostrará alegre o, si la separación ha sido demasiado dolorosa, la castigará con su enfado.

La expresión más conocida de tales emociones son las temidas rabietas, que traen de cabeza a muchos padres de niños de dos y tres años. Gabriele no es un niño de muchas rabietas –entendidas como explosiones de ira incontrolables, que hacen que el niño se salga completamente de sus casillas y a veces saque de quicio también a sus padres. Por supuesto que a veces se enfada y protesta, incluso hace amago de pegarme, pero en general los disgustos se le pasan rápido y cambia en poco tiempo del enfado a la risa. Sin embargo, la semana pasada tuvo una rabieta muy fuerte. Llevaba unos días bastante nervioso: previamente había estado enfermo, con bastante fiebre, y a pesar de que parecía ya recuperado no debía de encontrarse del todo bien. Eso fue, al menos, lo que yo interpreté al ver su irritabilidad constante. Por suerte ya se puede hablar con él: me decía que no le dolía nada, pero seguía alterado, siempre contrariando, oponiéndose a todo, lanzando con rabia sus juguetes cada vez que algo no le salía al momento como él quería. Y así estuvo unos tres días, con sus altibajos, mis preguntas y mis preocupaciones, hasta que cayó la gota que colmó el vaso.

Al final de una tarde francamente malhumorada llegó a casa su padrino, que nos visita muy a menudo, con un gran huevo de Pascua para Gabriele. Se puso muy contento, claro. Lo abrió y comenzó a comer chocolate, y más chocolate, y más chocolate… Hasta que le tuve que decir que parara, que lo dejara para más tarde, y ante su negativa, puse lo que quedaba del huevo fuera de su alcance. Entonces montó en cólera. Primero me siguió tratando de pegarme, después se sentó en el suelo y continuó llorando y gritando a todo pulmón. No permitía que nos acercáramos. A veces parecía que empezaba a resignarse pero después volvía de nuevo a reclamar su huevo con más fuerza que nunca. Y así pasó un buen tiempo, no sé cuánto. A mí me pareció que aquello no tenía fin. Me quedé a una distancia prudente, en un lugar donde él pudiera verme, y de vez en cuando le hablaba tratando de tranquilizarle. Al final aceptó los brazos de su padrino, que lo paseó un poco mientras intentaba calmarlo; luego pidió los míos y al cabo de un rato se tranquilizó. Noté entonces su respiración acelerada, su agotamiento, su sudor. Me pareció, de repente, que tenía entre mis brazos a un niño asustado, que me agarraba porque tenía miedo: ¿miedo de su propia rabia?, ¿miedo de que le hubiera dejado de querer?

Imagen cuento rabieta

Poco tiempo después llegó “Gigi”, otro amigo nuestro al que Gabriele quiere mucho. Acudió a saludarle y, a partir de ese momento, no sólo la rabieta quedó olvidada sino que también todo aquel malestar que venía arrastrando desde hacía días desapareció por completo. Volvió a ser el mismo niño alegre y juguetón. Aquello me hizo reflexionar acerca de las ideas que solemos tener acerca de las rabietas infantiles y cómo reaccionar ante ellas. En general, nadie quiere que su hijo tenga rabietas, y he de decir que entiendo por qué: son momentos desesperantes, los niños nos transmiten su rabia y a menudo consiguen ponernos muy nerviosos, nos dejan en evidencia en público… Pero quizá habríamos de pensar que, al menos en ciertas ocasiones, no son una mala solución. Porque las rabietas suelen surgir de algo más que de un capricho momentáneo: son como la cima visible de una gran cantidad de pequeños malestares, enfados y frustraciones que el niño ha ido acumulando, que lo ideal es que encuentren otras vías para resolverse, pero que en algunos momentos se desbordan y dan lugar a una explosión de cólera. A veces, como le sucedió a mi hijo, son útiles: liberan la tensión acumulada y tienen una cierta capacidad curativa. No cabe duda de que no es un buen signo el que un niño tenga rabietas constantes, todos los días. Pero a lo mejor se sentiría aún peor si no las tuviera. En cualquier caso, la aspiración a que un niño deje de tener rabietas debería ser compatible con nuestra tolerancia hacia su rabia y nuestro deseo de entender el porqué de tales reacciones. Probablemente respondan a una necesidad, y en cualquier caso constituyen un primer recurso, elemental pero eficaz, del que el niño dispone para afrontar y comunicar sus malestares y sus emociones.

Sobre el manejo de las rabietas se oyen todo tipo de cosas. La primera de ellas, con la que estoy de acuerdo, es que no debemos ceder a lo que el niño nos pide en esos momentos. En efecto, suele ser un deseo frustrado lo que enciende la mecha, y parece poco razonable darle a entender que ese es un buen método para conseguir lo que quiere. Este consejo es útil, pero no invalida nada de lo dicho antes: no ceder ante el capricho no significa que tengamos que pensar que el niño se pone así sólo porque es un caprichoso. La firmeza no ha de eximirnos de pensar más y mejor.

Otras ideas sobre cómo lidiar con las rabietas infantiles me parecen, en general, equivocadas y hasta perniciosas. Entre las más comunes destaca el consejo de ignorar por completo al niño en ese trance: dejarlo solo en una habitación, no mirarle, no prestarle ninguna atención, hacer como si no existiera… Estoy de acuerdo en que no debemos atosigarle si en ese momento nos rechaza. Está enfadado y hemos de respetar su enfado, dejarle que haga lo que quiera o pueda con él. Pero dándole a entender, con claridad, que no está solo y que puede acercarse a nosotros cuando quiera. No conviene olvidar que se encuentra en una situación de descontrol; a mi hijo no le ha pasado, pero sé que hay niños que pueden llegar a hacerse daño, y tras ver ciertas pataletas en el suelo tampoco me resulta inverosímil que así sea. La rabia desatada asusta, y si a eso le añadimos un daño físico que nadie evita la rabieta puede tener otro tipo de consecuencias. No creo que debamos desesperar a nuestros hijos con la indiferencia; es siempre preferible una firmeza atenta y comprensiva, que no ceda donde no hay que ceder pero tampoco lleve a sentir el abandono. En algún momento el niño nos va a necesitar para salir de su rabia y reconciliarse consigo mismo y con el mundo, para descubrir que, a pesar de que por unos momentos aquello pareciera el Apocalipsis, en realidad nada ha pasado. La función de los padres reside en facilitar ese tránsito, mostrando al niño que su rabia no es tan destructiva como teme o desea: no puede hacernos cambiar de opinión, pero tampoco puede causarle a él ningún daño, ni tiene poder para destruir nuestro amor.

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