DE LOBOS, CASITAS Y EMBARAZOS

Dentro de poco más de dos meses Gabriele tendrá un hermano. A lo largo del embarazo he ido observando cómo mi cuerpo, por segunda vez, se transformaba, por momentos con la misma incredulidad de la primera vez, por fortuna con más serenidad. He leído muchos menos libros acerca de cómo se desarrolla el feto y he conseguido centrarme más en lo que yo sentía: en unas percepciones subjetivas que constituyen otra forma de conocimiento. Reconocer los movimientos fetales y adivinar en qué posición se encuentra el bebé. Ir descubriendo sus ciclos de sueño y vigilia. Estar mucho menos pendiente de las imágenes de las ecografías y mucho más de la intimidad de unos cambios que sólo yo, y en parte quienes me rodean, pueden llegar a advertir. Vivir el embarazo como algo que me sucede a mí y no como una realidad inabarcable que describen otros, expertos. Pensar que mi hijo y yo sabemos cada vez más cosas el uno del otro, esperar con deseo, pero también sin prisas, el momento del nacimiento: pensar que precisamente debo esperar para verle, que ninguna técnica de imagen podrá sustituir ni adelantar la impronta de nuestro primer encuentro. Todo esto he ganado al liberarme de las preocupaciones de mi primer embarazo –intenso y sorprendente como ninguna otra experiencia que haya vivido hasta ahora, pero también angustioso–: una sabiduría que al menos en parte ha consistido en dejar a un lado “lo aprendido”, en no centrarme en aquellas lecciones de anatomía y fisiología que acompañaron mis inseguridades y, gracias a una nueva confianza en mi cuerpo, reconstruir una experiencia digna de tal nombre, transformadora y personal, misteriosa e íntima. Espero que el momento de mi segundo parto siga en esta misma senda, espero también entonces haber ganado en conciencia, en conexión, en confianza.

Mi embarazo ha tenido también un nuevo testigo: mi hijo Gabriele. No recuerdo bien cómo fue el momento en que le conté que iba a tener un niño, porque coincidió con una época en la que él, tras haber visto a otras mujeres embarazadas, había comenzado a interesarse por la biología del nacimiento. Me preguntaba que si yo tenía un bebé en la barriga, y también que si él llevaba uno dentro. Así que un día simplemente le dije que sí y no se mostró nada extrañado. A veces jugaba a meterse una pelota debajo de la camiseta, o preguntaba que si su padre también estaba gestando un niño dentro, y nos costó un buen tiempo (dos o tres meses) y algunas ocurrencias graciosas el irle poco a poco convenciendo de que sólo las mamás pueden tener bebés en la barriga.

Vida-Leonardo-Da-Vinci

Durante aquellos primeros meses advertí que Gabriele asimilaba el bebé a todo aquello que está en la barriga porque uno se lo ha comido. De hecho, la primera vez que le pregunté cómo quería llamarle me contestó que “chuche” o “helado”. Me hizo pensar en un bollo recién horneado. Y me reveló, no sin cierto estupor, una lectura distinta de cuentos como Caperucita roja o el lobo y los siete cabritos. De repente la barriga enorme del lobo me trajo a la mente aquella idea ancestral de haberse comido a los niños, con su inevitable carga de terror y claustrofobia. Me acordé entonces de cómo fue la primera vez en que a mí me contaron que los bebés nacían de la barriga de sus madres, y también que yo había estado en la barriga de mi madre. Es uno de los primeros recuerdos de mi vida. Me veo a mí misma acurrucada en el pasillo de mi casa, sentada en posición casi fetal, pensando: “no es posible, los niños vienen del cielo, los traen las cigüeñas, los hacen con barro, con masa… pero no salen de las barrigas de sus madres”. Y la memoria se me llena de una sensación de oscuridad y aprisionamiento.

Gabriele, sin embargo, me ha enseñado que además de estos temores el embarazo puede evocar en la mente de un niño otras muchas cosas. El placer de sentirse lleno, de vida o de alimento; y sobre todo un sentimiento de acogimiento y protección. Hay otro cuento que le apasiona: el de los tres cerditos. Aparece en él, cómo no, el lobo –el personaje omnipresente en casi todas sus fantasías– pero en esta ocasión no llega a comerse a ninguno de los protagonistas. Y la parte más atractiva del cuento es la que tiene que ver con la construcción de las casitas: una de paja, una de madera, una de ladrillo. El lobo derriba las dos primeras y los tres cerditos acaban refugiándose en la última, la del hermano trabajador. Más allá de la lectura didáctica (hay que esforzarse y hacer las cosas lo mejor posible, a ser posible sin demasiadas distracciones) el cuento habla de la necesidad de hacerse un refugio, y creo que esa es la parte que fascina a Gabriele. Desde hace meses pasa mucho tiempo construyendo casitas con cojines: pequeñas fortalezas en la cama o en el sofá. Otras veces se mete debajo de la mesa protegido por las sillas que la rodean. Me llama para que le acompañe, abriéndome la puerta, y me pide que todo mi cuerpo esté dentro de su perímetro, porque si no podría venir el lobo feroz y comernos; el lobo que merodea, que produce excitación y miedo. La manita de Gabriele se convierte entonces en una pistola con la que, emulando al cazador, dispara a los múltiples lobos, que huyen despavoridos. Nuestra casita resiste, a pesar de haberla construido en un minuto, de no tener techo, de estar hecha de cojines. Es una frontera simbólica. Como lo es, para él, la casa del tercer cerdito; poco importa si está hecha de paja o de ladrillos, resiste porque es un refugio imaginario, porque allí se van a cobijar los tres hermanos. De hecho, dentro de su castita a veces me pide que hagamos una flauta de plastilina y se pone a imitar con ella las canciones que toca del primer cerdito, el de la casa de paja, que es el que le despierta una mayor simpatía. Lo único importante es que no quede fuera ninguna parte de nuestro cuerpo, que no mostremos el talón de Aquiles. Porque el lobo acecha, pero allí dentro estamos a salvo.

Estar a salvo. Gabriele adora a su padre, y a veces le pide que haga del lobo feroz y trate de atacarnos. Se pone muy nervioso y le divierte muchísimo ese juego. A mí no me deja ser el lobo feroz. Me tengo que quedar con él dentro de la casita. Ese es el orden de las cosas, y es importante para él que se respete. La repetición de estos juegos me ha hecho pensar en que el vientre materno ha de ser para la imaginación de los niños algo así como una protección y una condena; una casita acogedora y confortable, dentro de la que nada malo puede ocurrir, y a la vez la barriga oscura y tenebrosa del lobo malvado que se come a la gente. Las dos cosas a un tiempo.

Miro todos los días mi vientre, ya enorme, y me pregunto qué hará mi hijo ahí dentro, tanto tiempo flotando, sin luz, sin saber nada de sí, envuelto en un cúmulo de sensaciones. Siento el calor, e imagino el nacimiento como una intensa luz y mucho frío. El cuerpo encogido: ese deseo que a veces tenemos las personas de hacernos una bola o de sentir, junto a otro cuerpo, los límites que marca nuestra piel.

Pocas cosas nos han quedado de nuestra vida prenatal, de nuestras primeras fantasías acerca del origen de la vida: parece que los pequeños refugios y los lobos de los cuentos son un talismán que consigue concitarlas, darles nombre; también los abrazos de los enamorados, el miedo a la oscuridad, la claustrofobia. ¿Todo eso se estará gestando en mi vientre? Sentir los movimientos de mi hijo, ahora que tiene cada vez menos espacio, es como desandar los caminos y descubrir que el tacto encierra los cinco sentidos. Una vida acurrucada, contenida, en la que el único espacio posible lo marcan las fronteras del propio cuerpo.

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