DE LOS VAIVENES EMOCIONALES DE LA MATERNIDAD

Desde que me quedé embarazada, incluso desde un tiempo antes, me entregué (un poco insensatamente) a la lectura de múltiples artículos de medios de comunicación y páginas web especializadas en maternidad en los que se hablaba de diversos aspectos del embarazo, el parto, el puerperio y la crianza del bebé. En algunos de ellos encontré información interesante, alguna guía, pero de la mayoría no saqué más que un cúmulo de preocupaciones. Por eso ahora, con la distancia que da el haber visto nacer y crecer sano y salvo a un bebé que acaba de cumplir los veinte meses, al toparme, casi por casualidad, con este tipo de artículos, no puedo dejar de reparar en el sesgo y la falta de sensibilidad de que adolecen. En el apartado Lecturas de este blog presento libros que, por el contrario, me han acompañado e inspirado en este camino, pues me han parecido hermosos, certeros, respetuosos, escritos por personas que se han sabido asomar al misterio de la maternidad y de la infancia.

Uno de los temas más tratados en todo tipo de publicaciones es el de los vaivenes emocionales de la madre durante el embarazo y tras el parto. Se habla de depresión, estrés y ansiedad en el embarazo, y de la depresión postparto. Bajo estos nombres se engloba más o menos de todo: tristeza, angustia, preocupación, obsesiones, miedos relacionados con la salud del bebé, problemas de pareja, embarazos no deseados, estrés laboral, muerte de familiares cercanos, pánico al parto o a las pruebas médicas, etc. Lo que para unos es depresión para otros es simple tristeza o preocupación no patológica; a veces se afirma que influye en la salud del bebé y otras que no, y una se puede volver literalmente loca tratando de encontrar algún sentido a una multitud de estudios empíricos que demasiado a menudo llegan a conclusiones contradictorias. Descubrí en esa época hasta qué punto pueden ser peregrinas las publicaciones científicas en este ámbito: “los niños cuyas madres hablan mucho por el móvil durante el embarazo tienen más probabilidades de desarrollar problemas de conducta a los ocho años”, “los niños cuyas madres estaban deprimidas en la semana 26 de embarazo tienen el doble de posibilidades de convertirse en delincuentes juveniles”, “los niños nacidos en los meses de junio y julio tienen más probabilidades de padecer anorexia”, y, el mejor de todos: “los bebés cuyas madres comieron mucho chocolate durante el embarazo son más felices a los cuatro meses”. Podría hacer una lista de más de cien estudios de este tipo. Y lo más curioso del caso es que, independientemente de las hipótesis plateadas y de lo que se pretenda demostrar, las causas de todos estos fenómenos se conciben como exclusivamente biológicas, llegando a extremos que pueden causar cierto estupor: “los niños que van al colegio andando sacan mejores notas que los que acuden en autobús”, donde la razón parece estar en una serie de hormonas que segrega el cerebro durante el camino a pie hacia la escuela.

Así, encontré que había, en tales artículos y estudios, un claro sesgo. La idea absolutamente predominante consistía en afirmar que las emociones de la madre durante la etapa prenatal (porque en general se centraban en esta etapa y en el propio parto, en lugar de en el encuentro entre la madre y el bebé recién nacido) eran importantes en la medida en que producían alteraciones bioquímicas que atravesaban la placenta y comprometían el desarrollo del feto. No voy a entrar a valorar la veracidad de dicha hipótesis, porque carezco de conocimientos científicos para ello, pero sí querría llamar la atención sobre este discurso desde una doble perspectiva: deja de lado los complejísimos y fascinantes procesos psicológicos que se desencadenan en la mente de la madre durante el embarazo y después del parto; y, quizá más importante aún, creo que puede desatar profundos sentimientos de culpa.

La historia de un embarazo (sobre todo de un primer embarazo) y del encuentro de la madre con su bebé es, inicialmente, la historia de una mujer que desea ser madre, que muchas veces antes ha imaginado (o quizá ha intentando no imaginar) esa situación a la vez ansiada y pavorosa. Una mujer que quizá desee y tema tener a un bebé en sus brazos; que puede estar maravillada y aterrorizada por ese ser que crece en su seno; que sentirá curiosidad por el bebé que va a tener, pero también extrañeza; que quizá tenga miedo de no ser lo suficientemente buena o de hacerle daño. Incluso aunque un embarazo se desarrolle con absoluta normalidad, la mente de la futura madre puede llenarse de ideas inquietantes.

Mi experiencia es la de haber pasado una primera mitad del embarazo con algunos altibajos, miedos e inseguridades; una segunda mitad mucho más serena, y un puerperio maravilloso: lleno de tranquilidad, de felicidad, de una inmensa sensación de triunfo. Había deseado mucho ser madre, pero en el último momento me costó decidirme a dar el paso: creo que dudaba (sin razón aparente) de que mi cuerpo pudiera crear un bebé sano. Y sé, por otros muchos casos de mujeres que conozco, que cada historia es única: embarazos vividos como la cumbre de los placeres a los que sigue un postparto muy difícil; embarazos terribles que concluyen en un buen parto y una vinculación inmediata entre la madre y el bebé; lactancias espantosas que dan al traste con las expectativas creadas durante el embarazo, etc. Una mujer que sufre en algún momento de su embarazo o su puerperio lo puede hacer por múltiples razones, tantas razones como fantasías infantiles, deseos cumplidos o frustrados, pérdidas, angustias, realidades… Lo que nadie dice (al menos en el tipo de estudios a los que me he referido antes) es que muchas de las mujeres que sufren en tales circunstancias se preocupan intensamente de sus hijos (por nacer o ya nacidos): ¿estará bien?, ¿lo querré y me querrá?, ¿sabré cuidarlo?, ¿le haré daño? Esta última pregunta es clave y a la vez es dramática: nada atormenta más a una embarazada o una recién parida que la posibilidad de estarle infligiendo un daño a su hijo (o de poder hacerlo). Este pensamiento es tremendamente perturbador pero a la vez da fe de un fuerte vínculo con el niño: un afán de protección, un amor incipiente, pues no hay nada que nos entristezca más que la posibilidad de dañar lo que más queremos.

Recuerdo algunos días oscuros en la primera mitad de mi embarazo: la luz y la oscuridad se sucedían con rapidez en aquellos tiempos. Y si daba con alguno de esos artículos de los que he hablado, mi angustia se multiplicaba, se volvía mucho más aguda y lacerante: ¿le estaba haciendo daño a mi hijo? Los sentimientos de culpa se disparaban. Encontré titulares de revistas del tipo: “Sé feliz, tu malestar hace daño a tu bebé”. ¿Pero es que alguien elige sentirse mal acaso? Me gustaría, por tanto, recordar una evidencia: decirle a una mujer embarazada que está angustiada que sus sentimientos producen sustancias bioquímicas que lastiman a su hijo es poner el dedo en la llaga, es hacer mucho daño. Porque seguramente esa es su imaginación más temida. Y no estoy hablando de que haya que mentir a nadie, sino de que hay, y debe haber, otras formas de mirar las cosas.

Es evidente que la angustia no es, en sí misma, beneficiosa para nadie, sobre todo cuando se prolonga en el tiempo. Pero, como ya he dicho, puede ser también la primera huella de que existe un vínculo. O quizá muestre una dificultad para abrir el lugar imaginario en que ha de crecer el niño. Quizá esa madre se esté esforzando por dar con el camino que la lleve a encontrarse con su hijo y haya topado con algo doloroso, y esté intentando darle un sentido. Puede ser, también, que la madre que se angustia ante un recién nacido difícil, que llora mucho y casi no come, esté en realidad identificándose con la desazón de su hijo: su angustia no sería sino un viaje a las profundidades de la extrema vulnerabilidad del recién nacido. La angustia es un dolor, pero también es la marca de un amor o un deseo; a veces, atravesándola, se avanza, sobre todo si la madre consigue no ahogarse en los sentimientos de culpa. Tiendo a pensar que los desórdenes más graves, aquellos en los que el bebé tiene más posibilidades de quedar dañado, son aquellos que conducen a una desconexión, a una imposibilidad de establecer el vínculo, y no la angustia de una madre que se preocupa por su hijo.

¿Qué le sucede a una mujer al quedarse embaraza y dar a luz a un niño? Si nos paramos a pensarlo detenidamente no tendremos problemas en advertir la inmensa carga de magia, deseo, amor y pánico que este hecho conlleva. De algún modo, nuestra vida orbita alrededor de unas pocas experiencias clave, que siempre nos interrogan y a las que siempre volvemos; experiencias que tienen el poder de dar forma a nuestros sentimientos más profundos.

Mucho tiempo antes de quedarme embarazada tuve durante varias noches un sueño espeluznante sobre el que escribí un poema en mi libro Ensueño. Se titula “Bebé” y dice:

El amor que se te muere en los brazos porque no supiste cuidarlo. Olvidaste darle de comer y protegerle del frío. Al acercarte a su cuna no das crédito a tus descuidos, felices y reiterados. Todo se paraliza ante su cadáver menudo: carne de lo irremediable, sangre de tus huesos y de tus ojos, vacío indefenso de las entrañas.

La distancia que separa el horror del final de este sueño de la felicidad que sentí al tener a mi hijo recién nacido entre los brazos es un abismo hecho de deseo, de amor, de presencia, de cuidado, pero también de angustia. Cada mujer tiene su historia, su propio abismo, y ha de encontrar el camino (no siempre fácil) que la lleve a tomar en los brazos a su bebé real, tras haber ansiado y perdido tantos otros bebés imaginarios.

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