DOS DIMINUTAS FEROCIDADES

Hace algún tiempo, paseando con Gabriele, descubrí, muy cerca de mi casa, una placa en conmemoración del lugar donde Miguel Hernández escribió su célebre poema “Nanas de la cebolla”, dedicado a su hijo, a quien su mujer le contaba que, debido a su pobreza, sólo podía dar de comer pan y cebolla. La placa se encuentra en el muro de la antigua cárcel de Torrijos, en la calle Conde de Peñalver del barrio de Salamanca de Madrid, en un edificio que actualmente es un asilo de ancianos, donde el poeta pasó tres años preso (1939-1941), ya gravemente enfermo. Me emocionó mi descubrimiento y, de la mano de Gabriele, recordé el poema y pensé en ese otro niño, a quien iban dedicados aquellos versos. ¡Su vida debía de haber sido tan distinta de la de mi hijo, colmado de regalos y atenciones! O quizá no. Me di cuenta de que, en lo que realmente cuenta para un bebé, podían haber sido casi iguales. En los versos del poema de Miguel Hernández veía y sigo viendo a Gabriele, con el poder de su risa, que él ignora pero todo lo puede; y también a mí me veo: con mis temores más íntimos, el despertar de mi infancia y la búsqueda del tiempo perdido en la suya, el deseo de proteger su inocencia y su inconsciencia de las vilezas de este mundo.

Salvando todas las distancias, y sin querer robar ni un ápice de dramatismo al poema de Miguel Hernández, me pareció que las “Nanas de la cebolla” eran, antes que ninguna otra cosa, un poema dedicado a un niño, unos versos escritos por un adulto que piensa e imagina a su niño. Hay pocos poemas así en nuestra tradición, y siempre me ha llamado la atención esa ausencia.

El bebé al que el poeta dedica sus versos vive inmerso en un mundo en que cada cosa que ocurre es pura novedad, descubrimiento. La vida es lo que poco a poco va encontrando: pan y cebolla. La cebolla es escarcha: puede ser cualquier cosa en la boca de un niño. Sólo me hace falta pensar en la pasión que a veces suscitan en Gabriele los gestos y objetos más insospechados, desviando a veces su atención de los juguetes especialmente diseñados para él. El niño del poema disfruta de los cuidados de su madre, y el poeta celebra su risa como si fuera el mayor de los tesoros. Gabriele ríe tanto que a menudo me pregunto por qué los niños mayores y los adultos hemos perdido esa capacidad de encontrarnos con el mundo a través de la risa. Es todo un arte que conocen los bebés, es su hermosa manera de participar de lo real; y en esto, ahora lo veo con gran claridad, acierta de lleno Miguel Hernández.

Pues bien, hace unos días hubo un cambio en la sonrisa de Gabriele. Descubrimos que de su encía salen ya dos dientes, pequeños y afilados. Me pregunto si pronto cambiará la expresión de su rostro. Y tratando de entender lo que eso significa, me vinieron a la mente estos versos del poema:

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes 
como cinco jazmines 
adolescentes. 

¿Serán mañana “frontera de los besos”, como anuncia el poeta? Pienso ahora en Gabriele, en los besos que le damos y en los que dará él cuando crezca, en esos dientes con los que no duda en mordernos, que adornarán una boca adolescente. Mientras tanto, trato de preservar su pequeña realidad y, como dice el célebre psicoanalista Donald W. Winnicott, irle mostrando el mundo en pequeñas dosis. Creo que conocerlo todo de repente arruinaría su infancia. Así, también el trágico final de las “Nanas de la cebolla” podría estar dedicado, en el fondo, a cualquier niño:

No te derrumbes. 
No sepas lo que pasa 
ni lo que ocurre.

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