EDUCACIÓN Y AUTONOMÍA

Gabriele ha aprendido a comer con el tenedor. Desde hace algunos meses lo intenta, y a menudo le tengo que ayudar a pinchar cuando no lo consigue; con la cuchara parece que ignora la ley de la gravedad y a menudo hay parte de la comida que se derrama al girar o mover el cubierto. Pero, en términos generales, come ya bastante bien. Ha accedido sin problemas a dejar de coger la comida con las manos y llevársela a la boca, como hacía desde los siete u ocho meses.

Creo que muchas cuestiones que tienen que ver con la educación, sobre todo en el ámbito de lo que se denomina autonomía (aprender a vestirse y desvestirse, a comer con los cubiertos, a pedir cuando quieren ir al baño y no hacérselo en el pañal) son en parte renuncias desde el punto de vista del niño. Existen distintas teorías acerca de cómo encarar estos cambios y qué métodos son los más adecuados si surgen problemas. Es cierto que los niños, a partir del año más o menos, demuestran un interés cada vez mayor por hacer las cosas por sí mismos (comer, por ejemplo), tratando así de emular a los adultos. También les gusta experimentar, e ir adquiriendo nuevas habilidades poco a poco: ser capaces de realizar nuevas acciones, de imitar lo que ven hacer a los otros.

Desde que iniciamos la alimentación complementaria, a los seis meses, Gabriele exigía tener en la mano una cuchara como aquella con la que yo le daba de comer. A veces jugábamos a que después de cada cucharada él me metía su cuchara vacía en la boca. Y a él le gustaba mucho ese juego. Todavía no trataba de comer solo, pero quería repetir conmigo lo que yo hacía con él.

Después, las primeras veces en que fue capaz de orientar bien el cubierto y meterse la comida en la boca, yo celebré mucho sus logros y él se puso visiblemente contento. Le sucede a menudo cuando le animamos a hacer algo y lo consigue: a veces le aplaudimos y él, contagiado de la emoción, también se aplaude. Pienso, entonces, que muchas de las cosas que los niños hacen, sobre todo aquellas que suponen un esfuerzo mayor o directamente una renuncia, las aprenden casi por complacernos a nosotros, tratando de buscar nuestra aprobación, de hacernos un regalo. Nosotros, por supuesto, lo elogiamos, y así se va creando un círculo en el que lo principal, lo imprescindible, lo que más hay que cuidar sin duda, es la relación de intimidad, de confianza y de respeto con el niño.

Todo esto es muy evidente, pero lo escribo porque estoy cansada de leer y escuchar que los problemas de educación y de conducta se deben principalmente a la falta de autoridad, o a que los padres no utilizan correctamente las técnicas de refuerzos y castigos; cuando lo único verdaderamente importante es saber despertar el deseo por hacer las cosas bien, proponerle al niño tareas posibles, que no sólo le frustren, y agradecerle su esfuerzo y su tesón por cumplir lo que le pedimos. Agradecer no es lo mismo que premiar con un juguete o una golosina. Y desde luego no tiene nada que ver con amenazar o imponer castigos.

Cuando era pequeña no había para mí mayor premio que el que mis padres pensaran que había hecho algo bien. Y no me refiero a cuestiones que tuvieran que ver con la obediencia (yo no era una niña muy obediente, y tampoco sé si la obediencia ha de ser siempre un objetivo educativo), sino con proyectos o ideas a los que yo otorgaba un gran valor. Mi padre se pasaba todas las tardes varias horas encerrado en una habitación de la casa escribiendo. Yo quería estar con él, pero sabía que no debía molestarle. Así que mi estrategia consistía en llamar a su puerta y pedirle un folio “blanco como la nieve” para hacer un dibujo. Él me lo daba y al rato yo volvía con el dibujo. He de decir que no era yo una niña que dibujara muy bien, creo que lo hacía tirando a mal, pero a mi padre le encantaban mis dibujos y los tenía todos colgados en aquel cuarto de los secretos. Yo no necesitaba nada más. Quizá en el colegio no sacaba buenas notas en dibujo, y me daba perfecta cuenta de que había niños que eran mucho más hábiles que yo. ¿Pero qué más daba aquello?, ¿no eran mis dibujos los preferidos de mi padre?

Recuerdo muy pocas veces en que me prometieran un regalo o me amenazaran con un castigo si hacía o no hacía tal o cual cosa. Los regalos llegaban en los cumpleaños y por Navidad, de forma gratuita, milagrosa, y castigos no recuerdo casi ninguno en mi infancia. Por supuesto que a veces nos enfadábamos, pero la aprobación o reprobación de lo que hacíamos era suficiente para que mi hermano y yo nos pusiéramos a pensar. Y pudiéramos decir si estábamos o no de acuerdo con lo que se nos pedía.

Un verano, por alguna razón que aún desconozco, mis padres decidieron hacer una especie de experimento con nosotros. Les dio por decirnos que cada vez que nos portáramos bien iban a meter un garbanzo en un bote, y por cada vez que nos portáramos mal sacarían uno. Al cabo de un mes, si teníamos un número determinado de garbanzos obtendríamos un regalo (que ni siquiera recuerdo cuál era). No sé si por la falta de convicción de mis padres, o porque nosotros tampoco éramos tontos, nos reímos de aquel “juego” durante todo el tiempo que duró. Nos parecía de chiste oír a nuestros padres decir cosas del tipo “como hagas eso te quito un garbanzo”, y acabamos boicoteando el experimento y mezclando todos los garbanzos. El regalo nos daba igual. El hermano de una amiga cuyos padres trataron de emplear el mismo método (que de verdad no sé de dónde había salido) acabó vaciando el bote de los garbanzos en el suelo de la cocina de su casa.

El otro día se me ocurrió pensar en qué pasaría si repitiera con Gabriele el método de los garbanzos durante un verano. Quizá fuera hasta divertido. Pero esperaré a que sea lo suficientemente mayor como para poder ironizar sobre el asunto, como hicimos nosotros. Mientras tanto, me quedo con sus deseos de complacernos, con su alegría cuando ve que valoramos lo que ha hecho y le damos las gracias (nada más ni nada menos) por ello.

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