EL BAÑO Y LOS RECUERDOS DEL BEBÉ

Es lugar común que a todos los bebés les encanta el baño. No sé si es verdad, ni cuál será la razón, pero es cierto que a Gabriele desde el principio le gustó mucho. Quizá el primer día se mostró algo reticente, pero muy pronto empezó a disfrutar de esos momentos. Lo bañábamos en un cubo llamado Tummy Tub (una de esas tantas cosas que uno ni se imagina que puedan existir antes de tener un bebé), parecido al cubo de la ropa, en el que él quedaba acurrucado, en posición fetal. Pues bien, comenzó a ocurrir, desde su segundo o tercer día de vida, y hasta que Gabriele cumplió aproximadamente dos meses, que toda la placidez que transmitía mientras estaba en el baño se convertía en la más absoluta desesperación (y prometo que no exagero) cuando lo sacábamos del cubo. Lloraba chillando, completamente fuera de sí, se ponía rojísimo, incluso hubo algún día que llegó a vomitar (que no regurgitar) parte de la toma anterior en medio de aquellos arranques de desesperación o rabia. ¿Qué le pasaba?

Cuando se tiene un bebé uno se lo imagina todo. Yo me paso el día imaginando. A la sensación que el niño transmite, bruta y sin palabras, la madre debe ponerle un nombre. Si se despierta llorando y sobresaltado, ¿le dolerá algo?, ¿habrá tenido una pesadilla? Si se queda mirando fijamente a algún sitio, ¿qué le habrá llamado la atención?, ¿será una vela, o el cuadro o las luces? Poco a poco, a medida que el niño crece, la mayor parte de estas preguntas van teniendo respuesta. Y así, yo sigo imaginando, pero creo que comienzo a saber un poco más y a imaginar un poco menos.

Algunas personas me decían que elucubraba demasiado durante los primeros meses de vida de Gabriele. ¿Cómo va a tener un niño tan pequeño pesadillas? ¡No es posible que guarde ningún recuerdo! Y seguramente es cierto que no puede recordar o soñar como lo hacemos nosotros, pero de algún modo lo hace. Esa era y sigue siendo mi convicción, que no sé si estará o no respaldada por la ciencia, pero que me llevó a imaginar una enorme cantidad de historias (la mayoría, quizá, demasiado elaboradas) para interpretar lo que hacía Gabriele. Una de ellas fue que se desesperaba tanto cuando lo sacábamos del baño porque debía de recordarle en cierto modo al momento del parto. Me fijé en varias cosas: por ejemplo, que cuando se quedaba desnudo, antes de meterle en el cubo, no podía retirar mis manos de encima de su cuerpo porque él extendía los brazos y lloraba asustado de inmediato. El espacio vacío le daba miedo. Y seguramente en el baño, todo acurrucado, contenido en el agua caliente, recordaba (de algún modo su cuerpo recordaba) sensaciones similares a las que tenía en el útero, de donde se sentía, todos los días, violentamente arrancado.

En realidad, no me importa demasiado si es o no verdad esta historia. Lo más probable es que no lo sea, o que todo sea, en realidad, mucho más complejo. Lo que no estoy dispuesta a aceptar es que el mundo del bebé sea simple, hecho de unas cuantas necesidades básicas y ciertos caprichos. Solemos pensar que a medida que crecemos nos hacemos más listos, más profundos, más complejos. ¿Pero hay algo más evocador y fascinante que la mente de un recién nacido? Las madres sabemos que todo lo que imaginamos en realidad es muy poca cosa en comparación con las ideas y sensaciones que han de poblar la cabeza de nuestros niños.

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