EL COMPLEJO DE EDIPO

La historia de Edipo, en mi vida, forma una enorme constelación que abarca todo aquello que se intuye como verdadero pero apenas se conoce. O más bien se reconoce con pocas palabras, casi en el silencio. Como si una parte de mí hubiera quedado enmudecida por las palabras de Sófocles, al final de la tragedia: “Su antigua felicidad fue en su momento verdadera. Ahora no es más que culpa, muerte, vergüenza, de todos los males que tienen nombre, ninguno falta”. Más que la culpa o la vergüenza, me impresiona la primera parte de la sentencia: la felicidad perdida que se ha tornado tormento, pero que se reconoce, sobre todo, como verdadera. ¿A qué se está refiriendo el coro?, ¿a la vida pasada de Edipo?, ¿al cumplimiento ignorante de la terrible profecía? Sospecho que ahí, en ese presente inaccesible, colmado y auténtico, tantas veces fantaseado, reside el inabarcable poder de eso que siglos más tarde Freud describiría como “complejo de Edipo”.

A menudo me hace sonreír la insistencia con que tantas personas dicen que no hay ninguna demostración científica que pruebe la existencia del complejo de Edipo. Como si el no haber recibido el aval de la ciencia positivista condenara directamente a la inexistencia. Y he de decir que para mí ha sido siempre algo tan evidente que no necesitaba en modo alguno ser demostrado. Más bien me preguntaba: ¿cómo tardaron tantos siglos en llegar a nombrarlo? Y tengo la sensación de que la vida me ha dado en todo momento la razón, más ahora que veo y escucho a mis hijos.

Hoy Gabriele cumple cuatro años. Desde hace algunos meses es un amasijo de pasiones, contenidas o desbocadas, según el día o el momento. Es tan transparente y tan explícito que a menudo me revuelve. Creo que el nacimiento de su hermano y el haber pasado unas semanas sin su padre este verano hicieron el conflicto más visible.

Boda-jóvenes

Gabriele empezó a hablar de bodas muy a menudo, a regalarme “corazones de amor” o rosas “por ser la más bella”. Casi a diario se colaba en mi cama por las noches, aprovechando que estábamos los tres solos, y yo amanecía con un niño a cada lado. He de reconocer que era bonito, que en cierto modo me dejé llevar, que resulta a la vez hermoso e inquietante ser seducida por un pequeño hombrecito de tres o cuatro años. Tampoco sé si el juego fue demasiado lejos: uno nunca sabe bien con los juegos, o quizá la verdad sea que cuando uno empieza a jugar, siempre acaba yendo demasiado lejos. Me pedía que bailara con él, hablaba de montones de bebés imaginarios que yo iba a tener… Y un buen día, cuando se despertó por la mañana, se encontró con que aquella madrugada había llegado su padre. Por supuesto, tras la sorpresa inicial se alegró de verle. Y esto no tendría que decirlo, pero hay tantas personas que no entienden la profundidad y el sentido de la ambivalencia que me resisto a dejarlo en el aire: Gabriele quiere mucho a su padre, le encanta el tiempo que pasan juntos, lo admira y se identifica con él. Esto es sólo una salvedad, algo que cualquiera que nos conozca puede advertir al momento.

Tras el primer encuentro, y seguramente desconcertado por aquella súbita aparición que parecía haber roto nuestro idilio, bajó las escaleras y se puso a llorar diciendo que quería que la perra de mis padres se fuera de casa. Intentó echarla y se mostró muy enfadado. A ese día le siguieron otros tantos de emociones extremas: tan pronto Gabriele no se separaba ni a sol ni a sombra de su padre y le decía que le quería en repetidas ocasiones –he de reconocer que volviéndome a mí un poco celosa, en una  forma extrema de rizar el rizo– como representaba el Edipo en el salón: “Mamá, yo me quiero casar contigo”. “¿Conmigo?, ¿y qué vamos a hacer con papá?”. “Matarle”.

Justo al final de las vacaciones, cuando Gabriele experimentaba deseos y frustraciones cotidianos, conoció a una niña de siete años de la que se quedó prendado. Ella le hacía mucho caso, y alimentó la fantasía del amor recíproco. Empezó a decir que se quería casar con Alma. Y desde entonces no la ha olvidado, y habla a menudo de Alma, y me dice que Alma “le quiere, y desea buscarle, pero no sabe dónde está”. Y está convencido de que dentro de poco él crecerá y tendrá la misma edad que Alma y así podrá casarse con ella y tener tres bebés. Como si Alma, en su imaginación, fuera un amuleto que permitiera cumplir los deseos sin temor, y sin tener que entregar nada a cambio.

En el último mes las cosas se han tranquilizado en cierto modo, aunque sólo a ratos. La vuelta a casa, a su habitación, al colegio, ha acrecentado su interés por el mundo exterior y ha vuelto a establecer unos límites más claros. Incluso, en ocasiones, más firmes de lo que nosotros hayamos decidido. Algunas noches Gabriele se despierta, y en lugar de colarse en nuestra cama como hacía antes, se tumba a dormir en el sofá que hay justo detrás de la puerta de nuestra habitación, sin atreverse a flanquear ese umbral. Al encontrarlo allí, y tras preguntarle por qué se había echado en ese sitio y no nos había llamado, me respondió en dos ocasiones que porque debajo de su cama había monstruos y al sofá no podían llegar. A mí me da angustia esa escena. Imagino que se siente abandonado y excluido, y a veces, de madrugada, me invaden tales sentimientos y me levanto para ver si está durmiendo bien. Me pregunto por qué yo, de niña, sólo me atrevía a irrumpir en el cuarto de mis padres los fines de semana por la mañana, cuando ya era de día (exactamente igual que hace ahora Gabriele) y por la noche, si me despertaba, los llamaba para que vinieran a mi habitación pero no entraba en su cuarto. ¿Qué secreto esconde la oscuridad en la habitación de los padres? Es curioso ver cómo ciertos patrones se repiten, aun sin haberlos nombrado.

Respetar los sentimientos de los niños implica muchas cosas. En primer lugar, comprender que son verdaderos y absolutos. Me acuerdo de una escena de mi infancia remota: yo le decía a mi padre que me quería casar con él, y él me respondía, irónicamente, que pronto crecería y ya no querría saber nada de él, porque me interesarían sólo los chicos de mi edad. Yo le respondía que eso no era verdad, y estaba absolutamente convencida de que semejante cosa no sucedería nunca. Nosotros, como madres o padres adultos, sabemos que esa fase en gran medida pasará, y eso nos da una perspectiva diferente sobre las emociones infantiles. Pero a la vez los sentimientos de los niños ejercen tal poder sobre nosotros que no podemos menos que retrotraernos a nuestra propia niñez, y dejarnos embaucar, al menos en parte, por sus deseos. Vivimos en esa contradicción. Y la debilidad nos hace sensibles a lo que experimenta el niño, a la vez que da al traste con nuestra fantasía de ser unos padres siempre juiciosos y perfectos.

Unas últimas palabras sobre la seducción. Siendo madre he descubierto hasta qué punto los niños nos seducen. Los límites que uno necesariamente pone –“mamá y papá se casaron antes de que tú nacieras”, “las mamás y los niños no se besan en la boca”, “los niños mayores no toman la teta”, “mamá duerme en su cuarto con papá”–, configuran un marco seguro en el que poder jugar, un marco en el que entregarse a ese juego sin miedo a que suceda una catástrofe. Pero qué duda cabe de que es un juego peligroso, que sin duda marcará las vidas de nuestros hijos. Creo que todos salimos más o menos tocados de esa relación. “La antigua felicidad fue en su momento verdadera”, como escribía Sófocles. Ese paraíso que cuando damos finalmente por perdido nos invita a explorar el mundo exterior. Cuanto más felices hayamos sido, cuanto más verdadero haya sido ese primer amor infantil, cuanto más sinceramente nos hayamos entregado a ese juego compartido, seguramente podremos amar más intensamente a lo largo de la vida, pero también será difícil dejarlo definitivamente atrás. En realidad, me digo, ningún gran amor se deja definitivamente atrás. Aceptar la responsabilidad de ser el primer gran amor de nuestros hijos exige imaginación y límites para no caer en ese infierno edípico de la culpa y la vergüenza, pero también conciencia de que estamos viviendo un momento único, fundacional y muy preciado, del que el discurrir de la vida, muy pronto, a ambos nos expulsará.

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