EL FIN DEL VERANO

Nuestras vacaciones de este verano han sido largas, intensas, algo caóticas y con una profunda sensación de tiempo detenido. La cercanía de Gabriele, así como el hecho de poder disfrutar, después de muchos años, de un mes y medio de vacaciones totales (sin preocupaciones laborales, sin encargos, sin artículos que terminar, sin eventos por preparar) me ha permitido revivir algo parecido a lo que eran los veranos de la infancia: el sentimiento de tener un tiempo inmenso por delante, un espacio vacío donde podía suceder cualquier cosa, en el que el mayor placer comenzaba cuando uno olvidaba por completo los días de la semana y los juegos ocupaban la vida; o, mejor aún, la vida se convertía en juego.

A Gabriele lo llevamos de aquí para allá desde el 15 de julio al 1 de septiembre: dos viajes en tren, dos en avión, cuatro en coche. Vivió con sus cuatro abuelos, también con nuestros amigos. Durmió en tres casas y un hotel. Y a todos esos sitios llevó como recuerdo de su vida pasada, además de nuestra compañía, un camión y un autobús de Playmobil. Cuando por fin regresamos, contentos por lo vivido pero también un poco cansados de tanto ajetreo, Gabriele se lanzó encantado a recorrer su casa y sus juguetes. Le miramos y nos pareció que era otro niño, mucho mayor del que nos habíamos llevado. ¿Qué habría pensado él de todo ese lapso de tiempo, de tantos cambios, de que lo montáramos en diversos medios de transporte y apareciera de repente en lugares siempre desconocidos, de compartir casa con personas que sólo viven con nosotros en verano?

Creo que lo más maravilloso de las vacaciones es que los niños pueden olvidarse de quiénes son y jugar a ser otros. Yo recuerdo haberlo hecho constantemente en mi infancia. “¿Cómo sería mi vida aquí?”, me preguntaba, “¿quién sería yo si hubiera nacido en este lugar, si viviera siempre en esta casa?” Y me sentía libre. Libre para despertarme y acostarme tarde, para comer lo que me apetecía, para explorar nuevos juegos, para inventarme historias y personajes. Si puedo estar de acuerdo en que las rutinas son beneficiosas para los niños pequeños, pienso también que es fundamental saber disfrutar de saltarse los horarios, y de cambiar temporalmente de casa y de vida.

Gabriele en estas vacaciones ha conocido por segunda vez el mar, y le ha fascinado sobre todo la arena. Yo, estando con él, he llegado a la conclusión de que jugar con la arena tiene algo casi místico: dar forma a lo informe con los cubos y los moldes, hacer huecos y tratar de llenarlos de agua, mientras la arena absorbe una y otra vez el agua… y pasar así el tiempo. Creo que la mayor parte de las cosas que fascinan a los niños pequeños pueden fascinarnos también a nosotros, si las observamos atentamente.

Durante otra parte de las vacaciones estuvimos en Toscana, haciendo visitas culturales. Y allí Gabriele me hizo pensar en lo que es la belleza. Nosotros admirábamos las obras de arte, las iglesias, las plazas y los campos… y Gabriele descubrió las piedras de los caminos, las velas de las iglesias, la luna y las estrellas (en una espectacular noche de San Lorenzo). No le interesaron nada las obras de arte, pero llenó de asombro nuestro mundo. Y desde entonces no dejo de preguntarme de qué modo desarrollan los niños el sentido de la belleza, con qué ojos recorren la realidad y lo que ven en ella. Estoy segura de que nos maravillaríamos si pudiéramos mirar por esos ojos. Quizá los adultos tratemos de hacerlo a través del arte: del que los niños saben tanto, pero que aún no necesitan.

En la Toscana Gabriele pronunció sus primeras palabras, y vivió un romance fugaz (una especie de fascinación mutua) con una niña napolitana de nueve años. También comenzó a cultivar una profunda pasión por los medios de transporte, que aún continúa. En Roma, delante del Coliseo, él me mostraba divertido todos los autobuses que circulaban. Y me enseñó que esa parte de la realidad que filtramos, sin percatarnos de ella, es mucho más interesante de lo que nunca hubiera imaginado (¿alguien se ha parado a observar atentamente el tráfico y los autobuses de Roma?).

Otro día, paseando por Lisboa, me percaté, con cierta pena, de que las ciudades que recorríamos serían para Gabriele lugares míticos, que nosotros le contaremos que visitó, pero que él no guardará en su memoria. Me acordé entonces del halo de misterio y fascinación que tenían para mí esos relatos: cuando mis padres me decían que de bebé estuve en un lugar, que conocí a una persona. Imaginaba cómo sería ese sitio, quién era esa persona. Así que Gabriele, pensé, nos imaginará un día paseando con él por las calles de Lisboa, a nosotros y a los amigos que nos acompañaban. Y sentí que quería vivir en esa fantasía.

Las vacaciones dan para imaginarlo todo, antes de volver a la realidad de cada uno. Y lo más maravilloso es que cuando uno tiene la suerte de poder vivirlas con intensidad, despreocupación y libertad, como lo hacen los niños, la vuelta a casa es como un reencuentro con uno mismo, dulce y verdadero. Se vuelve al mismo lugar pero se vuelve otro: con ideas nuevas, proyectos, fantasías. Me atrevería a decir que la principal causa de todos esos modernos síndromes y depresiones postvacacionales de los que tanto se habla (y que no son sino angustia existencial, en mi lenguaje) es que ya no podemos ni sabemos disfrutar de las vacaciones. Las vacaciones son un tiempo, pero también un lugar físico y mental. Y también pueden ser un no lugar. Para volver a descubrir el sentido y el valor de las vacaciones debemos mirar a los niños. Y dejarnos mirar por los niños. Y olvidarnos, y perdernos, y aceptar el ocio y el caos. La vuelta no es por ello más difícil. Al contrario, si tenemos un buen lugar al que volver, se convierte en una vuelta sin angustia, como el regreso a la seguridad del hogar tras una aventura insospechada.

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