El primer día de colegio marca un hito en la vida de cualquier niño, o al menos así solemos interpretarlo los padres, con una mezcla de ilusión, miedo y nostalgia. Yo recuerdo mi primer día, al menos algunos retazos de él, con una cierta sensación de extrañeza, pero casi ninguno de los niños de hoy lo tendrá grabado en su memoria, dado que comienzan muy pequeños, a los tres años. Además, la mayoría habrá asistido a escuelas infantiles previamente, por lo que el inicio del colegio propiamente dicho habrá perdido parte de su carga simbólica para los niños: la escenificación de su primera salida del entorno familiar para adentrarse por unas horas, solos, en un mundo desconocido que no gira alrededor de sus necesidades individuales. A pesar de ello, la decisión de elegir colegio y el ingreso de los niños en el primer curso de educación infantil sigue despertando en los padres todas las angustias y esperanzas que implica cada cambio importante en la vida de sus hijos.
Gabriele había comenzado a acudir a una guardería tras cumplir los dos años, durante tres horas al día, por las mañanas. Por diversas razones, la elección del colegio fue complicada, llena de dudas, de pros y de contras, y también de problemas en la asignación de plazas que nos hicieron no poder llevarle al colegio público que queríamos. Al final encontramos una opción con la que quedamos muy contentos. Pero, sin ninguna razón aparente, allá por finales de agosto, Gabriele empezó a repetir a gritos: “¡Cole no, cole no!”. Imposible razonar. Si le hablábamos de que se lo iba a pasar muy bien y otro tipo de ideas bienintencionadas que recomiendan en los manuales educativos, la cosa empeoraba. Así que decidimos no sacar mucho el tema. Pero bastaba que comentáramos cualquier cosa referente al colegio entre nosotros para que él lo captara y volviera a decir, con la fuerza con la que expresa sus deseos un niño de dos años: “¡Cole no!”.
Poco a poco me convencí de que la mejor opción era no hacer nada. Confrontarse abiertamente con ese “no” provocaría sin duda una reacción de oposición más intensa. ¿Y qué significa realmente el “no” de un niño de dos años? Convendría descartar las dos opciones más evidentes: tiene el mismo significado que el “no” de un adulto; los niños no saben lo que dicen y no significa absolutamente nada. ¿Dice que “no” por miedo a lo desconocido?, ¿porque se ha dado cuenta de que a nosotros nos importa mucho y necesita afirmarse llevándonos la contraria?, ¿o acaso habrá percibido nuestras dudas y nuestra propia excitación al respecto? Todo es posible. Y sin embargo me pareció que lo más importante era distinguir muy bien la realidad de la inmediatez del deseo. A menudo pensamos que los niños “no saben lo que dicen” porque expresan una negativa absoluta a un acontecimiento (por ejemplo, ir al parque), y a los cinco minutos piden encantados esa misma cosa. Creo que cuando los adultos decimos que no a algo es porque nos hemos imaginado cómo será, qué ventajas e inconvenientes tiene, y por tanto manejamos una cierta representación, más o menos ajustada, de la realidad. Los niños de dos y tres años piensan de forma muy distinta. Se mueven por sus deseos y viven en el presente. Por ello apenas hay incongruencia en que se nieguen a hacer una cosa (en ese momento preciso quizá no la desean) y a los diez minutos la reclamen (entonces sí les apetece). Así que cuando Gabriele me decía que no quería ir al cole yo aprendí a responderle: “de acuerdo, hoy no vas a ir al cole”. Y así, día tras día, sin darle demasiada importancia, pensé que quizá iría descendiendo su rechazo.
Hasta que llegó el momento señalado. La noche antes le había anunciado que al día siguiente empezaba el cole y él no había dicho nada. Por la mañana no hubo ningún problema: le despertamos, le vestimos, salimos de casa, cogimos el autobús, y al llegar al colegio, en medio de un gran barullo de niños pequeños y de padres, Gabriele exclamó: “¡mira, mamá, el cole!”. No sé dónde había quedado tanta resistencia. Entramos con él a la clase y nos quedamos un rato explorando el lugar, los juguetes, presentándole a sus maestras. Al rato nos fuimos y él se quedó bastante conforme. A la salida le pregunté qué tal en el cole y me respondió: “muy mal no”, supongo que en un curioso intento de reconocer que le había gustado sin desdecirse de sus reticencias.
Tres semanas después, y ya comenzado el mes de octubre, creo que podemos afirmar que hemos superado el período de adaptación con éxito. Gabriele se quedó llorando un solo día –y pienso que fue más bien por el nerviosismo de una de sus cuidadoras aquella mañana–, y ha pasado del “muy mal no” a un “bien” algo lacónico pero creo que bastante sincero. Uno de los primeros días apareció en la pantalla del ordenador una fotografía del Taj Mahal y Gabriele me dijo con gran satisfacción: «¡mira, mamá, el cole!», con lo que entendí que el edificio debía de tener, a sus ojos, una apariencia fabulosa. Ni que decir tiene que para nosotros ha sido un alivio. Aunque no puedo dejar de observar con una media sonrisa determinadas situaciones que me han dado la medida de la vulnerabilidad de un niño de casi tres años, incluso cuando todo va muy bien, y de la peculiar forma de expresión de sus inseguridades e incertidumbres.
Durante las dos primeras semanas de colegio Gabriele mostró una curiosa inclinación al melodrama. Sus juegos, en general protagonizados por vehículos (trenes, coches y aviones), se convirtieron en lamentos de avioncitos que buscaban y llamaban a su mamá avión para que les llevara encima; cuando la encontraban, se subían encima de ella y después aterrizaban y se quedaban todos colocados con las alas juntas, como si se estuvieran dando la mano. Como el número de aviones que tenemos no da para tanto drama familiar hicimos unos cuantos aeroplanos de plastilina que acabaron endurecidos tras pasar la noche junto a sus “crías”. Pero es que además hemos descubierto unas desconocidas dotes de Gabriele para la imitación y el teatro. Cuando volvía del colegio y yo le preguntaba qué tal con los otros niños, él me decía: “los nenes lloran así”, y se ponía a imitar sus llantos: “mamaaaa”, “papaaaa”. La escena era curiosa, porque insistía en que él no lloraba, pero día tras día imitaba delante de mí el llanto de los otros con una expresión no de superioridad, sino de pena. Yo, por mi parte, no podía dejar de pensar en cómo nos afecta ver reflejado en los demás lo que a nosotros nos sucede; cómo a menudo expresamos nuestras propias emociones a través de proyecciones e historias; cómo lo hacen los niños pequeños.
El colegio ha dejado en el día a día de Gabriele un cierto cansancio: la costumbre de madrugar, el comer un poco más tarde que de costumbre, la adaptación a un buen número de novedades que requieren el mayor de sus esfuerzos y sus atenciones. Y hay días en que la incertidumbre de los cambios se torna en un deseo de control de lo más pequeño: el modo en que se organiza un juego en casa, la ropa y los zapatos que él se pone, el lugar en que hemos de sentarnos a la hora de la cena. Veo en Gabriele esa tendencia, así como picos de “¡no!” a cualquier cosa que se le diga (aunque no sepa ni lo que es); ciertos momentos, pocos, de estallidos de rabia, unidos a otros en los que expresa su malestar de una forma un poco más sofisticada: poniendo cara de niño enfadado, alejándose, volviéndose a acercar buscándonos. Y entre los juegos melodramáticos, el teatro, las pequeñas obsesiones, los enojos bien representados, me he acordado de cómo fue de distinta el año pasado su adaptación a la guardería. No es que resultara más problemática, sino que durante los primeros días, cuando volvía a casa, Gabriele expresaba su cierto desasosiego de una forma diferente: rabietas, lanzamiento de juguetes, alguna que otra expresión de agresividad contra mí. Nada grave, pero puedo decir que ha progresado mucho en imaginación, al menos.
El inicio del colegio me ha mostrado, indirectamente, que Gabriele ha entrado de lleno en la infancia, esa que se prefiguraba ya desde sus dos años: con sus fantasías, sus manías, sus fingimientos. Observar el desarrollo de un niño es la mejor manera de comprender que muchos de los recursos que utilizamos para enfrentarnos a la vida (mentiras, proyecciones, actuaciones, respuestas evasivas, inventos más o menos sofisticados) no son en absoluto desdeñables: nos cuesta un buen tiempo llegar a ellos, perfeccionarlos, y en cierto modo nunca dejan de enriquecer nuestra existencia. Deberíamos valorarlos más en nuestros hijos, en lugar de intentar exigirles, como tantas veces sucede, una sinceridad sin fisuras, una confidencia plana, una contención absoluta; algo así como un: “¡no finjas!, ¡no exageres!”, cuando en realidad ningún niño debería atravesar su infancia sin haberse entrenado largamente en la construcción de múltiples y variados artificios.
Aun no hay comentarios