EL MIEDO A LA OSCURIDAD

Todos los niños sienten miedo a la oscuridad en algún momento de su infancia. Y parece algo lógico: al no ver, acechan los peligros, es mucho más difícil reconocerlos y evitarlos, y el sujeto se siente a la intemperie, sin defensas, con todos sus sentidos alerta. Parece ser un miedo muy útil desde un punto de vista evolutivo. De hecho, también los adultos nos vemos a veces sorprendidos por ese miedo a lo irreconocible y lo desconocido: si estamos solos, en el campo, cerca del mar, o incluso teniendo que caminar, de noche, por el pasillo de una casa que no nos es familiar.

¿Pero a qué edad surge el miedo a la oscuridad en los niños? En el caso de Gabriele ha sido un poco antes de cumplir los dos años. De más pequeño tenía otros miedos: a la desaparición de su madre, a los ruidos fuertes, a la soledad. Durante sus primeros seis o siete meses de vida a veces vi a Gabriele presa de un terror primitivo, anterior al miedo infantil y completamente perturbador.Le sucedió una vez, durante sus primeras semanas de vida, en que lo habíamos desnudado para bañarlo, y yo, que solía poner siempre al menos una de mis manos sobre su cuerpo, le dejé de tocar por un momento. De repente extendió los brazos y las piernas, y al no encontrar nada que lo contuviera, al sentirse en el vacío, hizo un gesto de pánico y rompió a llorar desconsoladamente. En otra ocasión recuerdo haber comentado con su padre que cuando lloraba mucho por alguna causa que nosotros no podíamos calmar aquel llanto inconsolable iba acompañado de una mirada de pánico absoluto, que casi nos daba miedo, como si de repente el mundo se hubiera convertido en un lugar terrible y no hubiera nada a lo que poder agarrarse. Esas miradas, que nunca olvidaré, me retrotraían al primer momento en que Gabriele me miró, nada más nacer, desesperado, clavando sus ojos en los míos, como pidiendo auxilio. Creo que los sentimientos de los recién nacidos y los bebés pequeños pueden llegar a ser muy crudos, puesto que ante cualquier dolor o amenaza caen en un estado de desintegración: no saben quiénes son, perciben sólo un cúmulo de sensaciones a su alrededor, y ante la realidad del el sufrimiento tanto el mundo como su propia existencia parecen descomponerse por completo.

 El miedo como anticipación de un posible daño o peligro aparece más tarde (sobre los ocho o nueve meses), cuando la identidad ha empezado a construirse, aunque sea aún incipiente. Uno de los miedos más tempranos en los bebés es, probablemente, el miedo al extraño. Aunque también los ruidos fuertes pueden ser percibidos, desde muy pronto, como una amenaza. Aquí, sin embargo, podemos correr el peligro de proyectar nuestro concepto del miedo en niños y bebés que quizá estén sintiendo algo de otro orden, o una serie de emociones entremezcladas. El paso del susto por el estallido de un sonido fuerte al miedo por pensar que ese pueda ser el presagio de un peligro en ciernes es sutil; como lo es la diferencia entre el llanto porque “mamá me ha dejado y quiero estar con mamá” y la percepción del extraño como un ser amenazante que puede hacernos algún mal. Seguramente los bebés van recorriendo, poco a poco, el camino que va de un punto al otro, y nosotros, desde fuera, sólo podemos saber aproximativamente en qué estadio se encuentran.

 Entre el año y medio y los dos años, en cualquier caso, los niños ya saben lo que es el miedo: a la oscuridad, a los animales, a ciertas personas, a los ruidos, o incluso a cosas aparentemente inocuas que aparecen a sus ojos revestidas de una sensación de amenaza. Comienzan a tener un mundo interior cada vez más rico, en el que anidan recuerdos, sensaciones, ideas, sueños… y miedos. Cada niño va elaborando sus miedos particulares, en una creación que es muy personal, y que a la vez suele presentar patrones comunes. Hay miedos universales, miedos extendidos, otros muy originales; en cualquier caso, cada niño los vive de una manera única en cada momento de su vida: es una construcción dinámica.

 El miedo a la oscuridad está estrechamente ligado a la cuestión de la identidad y a la aparición de las fantasías. En la oscuridad los límites de nuestro cuerpo se difuminan, la frontera entre lo interno y lo externo se vuelve tenue y sutil. No sabemos dónde estamos ni lo que hay a nuestro alrededor. Si cerramos los ojos, nuestra percepción de las sensaciones externas (olores, sonidos, tacto) cambia de inmediato: aparece un aura de misterio y, al cabo de poco tiempo, muchos de los ruidos de fuera parecen salidos de nuestra cabeza, se interpretan mezclándose con nuestras fantasías, cualquier pequeño cambio tiene el enorme poder de hacer emerger imágenes mentales vívidas y profundas. El miedo a la oscuridad, en realidad, vive en el corazón de los niños. Y me atrevería a decir que su configuración más primigenia no es el miedo a la muerte ni al dolor, sino el miedo al abandono. Los niños temen ser abandonados por sus padres en el bosque, como Hansel y Gretel, y sobre todo temen ser abandonados a su suerte, que nadie venga a salvarles de sus monstruos interiores, de esos que habitan en la oscuridad de sus cuartos. El bosque lleno de animales salvajes en el que dejaron a Hansel y Gretel es símbolo de la habitación oscura y solitaria donde duerme cualquier niño pequeño, pues en ella vive lo informe, lo inesperado.

De noche, cuando se difuminan las fronteras entre lo interno y lo externo, nos encontramos, también, ante la amenaza de disolución de la propia identidad. Esa que al niño pequeño le ha costado tanto construir. Y, quizá por eso, la metáfora más absoluta de la oscuridad no sea necesariamente la muerte sino el vientre materno: ese espacio en el que nada se ve, en el que no somos todavía nosotros, donde el bebé percibe una serie de sonidos y sensaciones, reconoce las paredes del útero, y nada pasa por el filtro de su conciencia. El nacimiento, con su luz, es un momento atroz, pero habríamos de fijarnos en cómo la vuelta al claustro materno es una idea angustiosa para muchos niños, que a menudo refieren la fantasía de que su mamá se ha comido a un bebé y lo tiene encerrado en su barriga (miedo expresado también en los lobos que se comieron a Caperucita Roja y a los siente cabritos).

Recuerdo, de pequeña, haber tenido un sueño recurrente e inquietante. Y ese mismo sueño me lo han contado después otras personas en diversas etapas de la vida: “Estando tumbada en la cama, con la luz apagada y tapada hasta el cuello, notaba cómo mi cuerpo se empezaba a hacer cada vez más pequeño. Primero los brazos y los pies, después el tronco y la cabeza. Muy poco a poco. Lo que comenzaba siendo una sensación extraña, y despertaba mi curiosidad, se volvía rápido una terrible pesadilla. Me convertía en un ser minúsculo sobre la almohada. No notaba el peso de mi cuerpo, era como si hubiera dejado de existir.” La oscuridad nos hace a todos minúsculos en un espacio sin límites, sin horizonte, sin formas: como nada hay alrededor, cobra vida lo que mora en nuestras cabezas. El miedo a la oscuridad de los niños no es sino un correlato de los temores que a todos nos acechan cuando clavamos los ojos en nuestra intimidad más profunda.

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