EL MOMENTO ADECUADO

“Todo tiene su tiempo y sazón, todas las tareas bajo el sol”. Aunque no soy una persona religiosa, he leído a menudo estas palabras de la Biblia en momentos de desorientación e incertidumbre. Siempre me he sentido identificada con ese pensamiento que dice que para todo, en la vida, hay un momento propicio: “tiempo de abrazar, tiempo de desprenderse; tiempo de callar, tiempo de hablar; tiempo de plantar, tiempo de arrancar; tiempo de guerra, tiempo de paz”, etc. La aceptación de este principio no tiene nada que ver con la resignación, y sí con la sabiduría. No equivale a anular la rebeldía, cesar la lucha o negar el sufrimiento; consiste en saber ver la realidad y tomar cada instante por lo que es, mirándolo en su temporalidad, su unicidad y su complejidad; comprender que a veces hay que saber esperar, aguardar la suerte o la oportunidad, y recordar que la espera no es un estado pasivo, sino de búsqueda, contemplación, de atención extrema.

En los últimos tiempos me ha asaltado a menudo este pensamiento en relación a Gabriele y a su educación. He llegado a la convicción de que el arte de la educación es, en gran parte, una cuestión de medida: saber distinguir cuál es el momento adecuado para cada cosa, no negar nada de lo que ocurre, ver e interpretar la realidad. Nadie que no nos conozca íntimamente puede darnos recetas mágicas para educar a nuestros hijos, porque no sabe quiénes son. A veces los padres nos liamos y tampoco alcanzamos a ver lo que es más adecuado, pero merece la pena dejarse llevar, aunque sea sólo un poco, por los caminos de la intuición. Y pensar. Y dudar. Y observar lo que ocurre con la cabeza y el corazón. No desconfiar de la razón y no desconfiar de las emociones: una tarea ardua donde las haya, porque nos llena de contradicciones, nos confunde, no ofrece salidas fáciles. Y sin embargo me atrevería a decir que la solución a la mayor parte de nuestros dilemas como padres se encuentra precisamente ahí, entre la cabeza y el corazón.

Hace tiempo escribí acerca de los despertares nocturnos de Gabriele, y del drama que supuso el intentar llevarlo, hace ahora un año, a la guardería. Yo no tenía las ideas claras acerca de cómo afrontar este tipo de problemas, y fui actuando un poco a tientas, sobre la marcha. En el dormir hubo una época, hacia los 15 o 16 meses, en que Gabriele se despertaba varias veces todas las noches y lloraba desesperado si no lo llevábamos a nuestra cama. La mayoría de los días acababa pasando una buena parte de la noche con nosotros (no por convicción, sino por cansancio e intolerancia a sus llantos). Fueron muchos los que nos dijeron que aquello no cesaría hasta que no nos pusiéramos “duros”, leí consejos en múltiples lugares en los que se afirmaba que era un error que “se pagaba caro”, porque no había cosa más difícil que educar a un niño malacostumbrado. Pues bien, a pesar de todos aquellos terribles augurios, alrededor de los 18 meses, a la vez que empezó a disminuir su angustia de separación y Gabriele se fue mostrando más autónomo, las noches comenzaron a ser más tranquilas. Cada vez más tranquilas. Hasta que, casi sin darnos cuenta, al cabo de uno o dos meses vimos que ya casi nunca se despertaba. Y después comprobamos que ya no era necesario que nos sentáramos siempre a su lado hasta que se durmiera, que había cada vez más días en que lo acostábamos, lo dejábamos solo, y él se quedaba allí tranquilo y conciliaba el sueño. No hicimos nada para conseguirlo, no aplicamos ningún método (más bien habíamos hecho todo lo contrario de lo que decían todos los métodos): simplemente le llegó su momento.

Algo similar ocurrió con la guardería. El año pasado, con diez meses, tras observar sus llantos continuos, su agotamiento, el modo en que se aferraba a mí el resto del día, y no saber qué hacer para aliviarle, decidimos dejarlo en casa un poco más de tiempo. Tenemos la suerte de contar con una cuidadora maravillosa que hemos podido mantener. Y algunas voces también presagiaban lo peor: lo tiene que pasar; cuanto mayor sea sufrirá más, porque será más consciente. Al inicio de este curso, decidimos que ahora, con casi dos años, podía ser un buen momento para volver a intentarlo. Le matriculamos para que asistiera tres horas diarias, por las mañanas, y, para mi alegría y mi sorpresa, la adaptación ha sido fácil, sin traumas, y quince días más tarde Gabriele está realmente contento en la guardería. Una vez más, sólo se trataba de dar con el momento adecuado, con su momento.

Por eso cada vez estoy más convencida de que no deberíamos fiarnos tanto de todos esos principios generales que dicen que los niños han de dormir solos, abandonar el chupete o dejar de usar el pañal a una edad determinada. Para todo hay unos límites, pero esos límites pueden ser bastante más laxos de lo que creemos; y, sobre todo, no hemos de confundirnos pensando que los problemas no pueden resolverse solos. De hecho, creo que una buena parte de los síntomas y conflictos que plantean los niños tienden a resolverse solos si no nos agobiamos y somos lo suficientemente comprensivos con ellos.

Algo parecido sucede con el aprendizaje. Últimamente se oye hablar de estimulación por todas partes. Parece que si no hacemos determinados ejercicios con nuestros hijos tendrán una menor inteligencia de por vida. Parece que nosotros fuéramos los únicos responsables de su inteligencia. Como si el niño fuese un vaso vacío que tenemos que llenar de habilidades y conocimientos. Sin embargo, cualquiera que conviva con un niño sabe que esta visión está muy alejada de la verdad. No en vano Plutarco escribió que “el cerebro no es un vaso por llenar, sino una lámpara por encender”. El motor del aprendizaje en los niños es interno, y nosotros debemos contribuir a encenderlo: ¿repitiendo ejercicios? Quizá, algunas veces, pero sobre todo compartiendo experiencias con ellos.
Antes del verano yo pasaba un rato cada día ayudando a Gabriele a hacer puzles. Algunos los dominaba un poquito, otros aún le costaban. Tras dos meses de vacaciones en que no vio ni un puzle, ni una construcción, ni ningún otro juguete “didáctico” me quedé sorprendida cuando, al llegar a casa, los cogió uno por uno y los hizo a la perfección. Una vez más, había llegado su momento. Y el aprendizaje es sencillo y placentero cuando hay una armonía entre la evolución del niño y lo que se le pide desde fuera; pero se vuelve algo tedioso, ineficaz y frustrante si lo imponemos cuando no ha llegado su tiempo. Ningún niño sufrirá ningún retraso porque no haya hecho suficientes puzles, o porque no haya coloreado bastantes cuadernos. A veces, como todos los niños evolucionan y aprenden, podemos llegar a pensar que lo hacen por nuestra insistencia, y que de otro modo se habrían quedado bebés para siempre. Eso nos puede llenar de orgullo, pero también nos aleja del asombro y la maravilla que constituye el ver al propio hijo crecer, sorprendiéndose con cada una de sus conquistas y ocurrencias. El éxito es entonces del niño, y no de los padres.

Sin duda hay situaciones en las que todo se embrolla y se estanca. Momentos en que, como padres, nos sentimos sin recursos. Y entonces creo que lo primero que deberíamos hacer es mirarnos a nosotros mismos. El niño no quiere dormir solo: ¿pero nosotros deseamos que duerma solo? Llora y llora en la guardería: ¿y qué deseamos nosotros que suceda? Es normal tener sentimientos encontrados, pero podremos manejar mejor la situación si los hacemos nuestros. Nada es eterno. Y ver la realidad de lo que sucede, situándola en el tiempo, nos ayuda a dar con el momento propicio para todas las cosas; para entenderlo mejor sólo tenemos que observar a los niños y sus progresos.

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