EL MUNDO ENMASCARADO

El deseo de protección es parte indisoluble de la maternidad. El bebé es arrojado a un mundo que no conoce; pasa a convertirse en un ser desvalido y totalmente dependiente de nosotros para su supervivencia. De ahí surge la ternura que sentimos por los recién nacidos: un amor hacia lo pequeño y necesitado, lleno de cuidado y de tristeza por su condición tan débil. Los padres empezamos por proteger a nuestros hijos del hambre y del frío, para después preocuparnos por sus caídas, sus intrépidas exploraciones, los peligros del mundo y la maldad humana. La maternidad y la paternidad son, entre otras muchas cosas, una preocupación que no cesa: un deseo por evitar a los hijos los sufrimientos y alejarlos de los peligros del mundo, aun sabiendo que se trata, al menos en parte, de un esfuerzo vano.

A menudo se oye hablar de los niños sobreprotegidos, a quienes sus padres no dejan experimentar la realidad ni cometer errores. En el otro extremo estarían los niños abandonados. Y en medio, en algún punto no fácil de definir, la virtud de cuidar de los niños sin coartar su libertad con nuestros excesos. ¿Pero sabemos cuáles son los peligros del mundo, aquellos de los que tanto queremos proteger a nuestros hijos? Más allá de las amenazas físicas, surge un cortejo que para muchos resulta pavoroso: las malas compañías, las drogas, los abusos sexuales, el fracaso escolar, el acoso escolar. Sobre todo ello se nos propone hablarles a los niños claramente y sin tapujos, desde una edad muy temprana. Han de saber reconocer en la realidad el signo de determinadas amenazas, y el modo para hacerlo debe ser directo y sin metáforas: para prevenir los abusos sexuales es necesario hablar al niño de los abusos sexuales, aun cuando no sepamos, ni quizá imaginemos, qué siniestro significado alcanzarán tales explicaciones en su cabeza.

Por otro lado, y de forma paradójica, los padres tienen miedo a que la mente de sus hijos se pueble de ideas temibles y amenazantes. La dulcificación de los cuentos infantiles, que tanto se propugna en nuestro tiempo, ocupa un lugar paradigmático. Y creo que no somos completamente conscientes de la gravedad de este fenómeno: por aquello de lo que se priva a los niños y por lo que tiene de sintomático acerca de nosotros mismos y de la realidad en que vivimos.

Si tuviera que definir el mundo actual con una sola palabra elegiría, sin duda, “enmascaramiento”. Ocultamos la crueldad y el sufrimiento utilizando medios cada vez más sofisticados, nos cegamos a nosotros mismos. Durante los meses que pasé en el paro a menudo tenía la sensación de que todo cuanto que sucedía a mi alrededor era enloquecedor, puesto que la realidad que yo vivía y percibía no tenía nada que ver con el discurso que escuchaba acerca de la realidad. Se abría ahí una brecha, un abismo: expresiones como la recuperación económica, la flexibilidad laboral, la crisis como oportunidad, la necesidad de ser emprendedores, la competitividad o la invitación al optimismo no son sino flechas lacerantes, conducentes a hacer sentir a las personas que su propia  experiencia es “irreal”, sofocando la rabia hacia el poder, abonando el terreno para una angustia ingobernable y dirigida por completo hacia uno mismo.

Esto, sin embargo, no se consigue de la noche a la mañana. No es tan fácil ocultar la violencia y el sufrimiento auténticos con tanta perfección. Se necesita un sistema en el que, de uno u otro modo, participemos todos. Una sociedad que nos promete, desde niños, la satisfacción inmediata de nuestros caprichos y deseos, la libertad más absoluta, sin límites de ninguna clase, el cultivo de un narcisismo cada vez más extendido y aceptado (sólo hay que darse un paseo por cualquiera de las redes sociales para advertir cómo el “presumir” de lo que sea es universalmente aplaudido). La angustia y el sufrimiento que sin duda continúan existiendo se disfrazan de disfunción, de enfermedad, de desgracia individual sin causa ni sentido. ¿Y qué armas tenemos las personas para defendernos? Cada vez estamos más desarmados, empezando por los niños.

El mundo interior de cada individuo ha de funcionar, muchas veces, como un refugio. Un espacio que nos protege, como nos protegió nuestra madre al nacer, pero que está, también, lleno de peligros. Los niños, de un modo claro y definitivo, saben lo que son la envidia, la ira, la violencia, la codicia, la soberbia, la maldad, la nostalgia, la culpa, la tristeza. Al igual que conocen el amor, la felicidad, la compasión y la alegría. Lo saben pero, por su corta experiencia, les cuesta orientarse en medio de tantas emociones, y tan extremas. Una educación emocional edulcorada, como la que se propone hoy en día, plagada de cuentos ejemplares e historias vaciadas de sentido, les convertirá en adultos más débiles: más incapaces de protegerse de la violencia que realmente existe en el mundo.

Picasso Guernica

Los mitos y los cuentos infantiles tienen la inmensa virtud de hablar de aquello que es prácticamente innombrable. Lo que está escondido. De ahí la fascinación que ejercen, y también el que a menudo nos perturben. Hay muchas cosas de las que no se puede, ni se debe quizá, hablar directamente: pues su verdad reside en estratos demasiado profundos, y al querer desvelarla se vuelve con facilidad banal o mentirosa. Estoy convencida de que sería mucho más eficaz como medida de prevención frente a cualquier violencia el que los niños, de un modo intuitivo y auténtico, entendieran que existe el mal en el mundo, que algunos hacen daño a los más débiles, y que hay lobos, monstruos, dragones, madrastras, raptores, y que ellos, solos o con ayuda, pueden ser intrépidos y escapar de sus garras. Que existe también la salvación.

Robar a un niño la posibilidad de acceder a ese universo de símbolos y metáforas por miedo a que hiera su sensibilidad es dejarle a la intemperie, es dificultar enormemente el que pueda construir un mundo interior que sea su refugio. En el fondo, quizá lo sepamos. Y por eso cada vez avancemos más por ese camino. La historia de los cuentos filmados por Disney es reveladora: ¿habría muerto hoy la madre de Bamby?, ¿se habrían mantenido las escenas siniestras y pavorosas de Pinocho o Blancanieves? Mientras dificultamos cada vez más que los niños simbolicen la realidad (la realidad externa y su propia realidad psíquica) les inundamos de información plana y que no pueden interiorizar de ningún modo sobre los peligros más diversos. Les metemos miedo sin darles las herramientas para que puedan hacer algo con ese miedo.

La ocultación de la violencia en los cuentos infantiles remite al enmascaramiento de la crueldad de nuestro mundo. La hipocresía domina la sociedad. Lo que se presenta como la panacea de la civilización es en verdad una realidad despiadada, donde cada vez más personas son desahuciadas; y se las culpa de su propio fracaso. Estamos destruyendo, desde la infancia, la capacidad para ver el dolor del mundo y hacernos cargo de él; también para construir, a partir de la realidad, símbolos que nos permitan aprehenderla y denunciarla, defendernos de su violencia profunda.

Salvar a un niño actual de tales carencias debería ser uno de los objetivos de la educación. Los niños muy pequeños, que están empezando a hablar, han de poder sentir que las palabras nombran el mundo. Que existe una correspondencia entre lo que se dice y la realidad. Son expertos, además, en detectar las incoherencias. Hace poco, un día en que estaba especialmente cansada, de mal humor, y Gabriele no se dormía a pesar de mi presencia y mis palabras, le pregunté, agotada, si quería que me fuera de su habitación, tratando de convencerle así de que se tumbara porque, si no, de verdad me iría. Para mi sorpresa, su respuesta fue “sí”. Se lo pregunté otra vez: “¿quieres que me vaya”. “Sí”. Me marché y pensé que yo aquella noche no había deseado estar con él, acompañarle a la cama. Se había dado cuenta y había preferido quedarse solo.

Todos los padres tenemos momentos, incluso bastante frecuentes, en que nos hartamos. Es algo normal. Pues bien, pienso ahora que el fingimiento no es un buen remedio en tales circunstancias. Que es mejor dejar llorar unos minutos solo a un bebé que nos está desesperando, y volver un poco después sintiendo una ternura sincera ante su soledad, que llenarlo de dulces palabras fingidas mientras nos apetecería tirarlo por la ventana. Los niños agradecen, hasta cierto punto, ese tipo de autenticidad, y creo que la entienden bien, pues también ellos hay muchos momentos en que se hartan, y chillan, y no han de tener problema en mostrarnos lo que les ocurre.

Nada hay más dañino en la crianza que la doblez y la incoherencia. Que nuestros hijos perciban que lo que les decimos es falso, que nuestras palabras no se corresponden con nuestro modo de sentir y de actuar, que tengan la sensación de que les mandamos mensajes contradictorios acerca de cómo comportarse y de cómo es la realidad. Esto lo logramos, entre otras cosas, cuando les contamos historias edulcoradas y ejemplares, mientras ellos a su alrededor, y en nosotros mismos, ven competencia, rencores y envidias, mientras en su interior se encuentran con una agresividad y una tristeza que no saben manejar. No puede ser que les ofrezcamos la negación como único  camino. Los niños se cargan entonces de estupor. A su lado, dejándonos sorprender por su autenticidad y su intuición, los padres podemos acompañarles en la tarea de desenmascarar el mundo. Sentir sus engaños y su crueldad. Y, al mismo tiempo, ofrecerles palabras para que puedan defenderse de la hipocresía: darles historias que hagan de la realidad un símbolo, que la desnuden, que vuelvan a vestirla, que la conviertan en algo manejable, que les ayuden a confiar en su experiencia y a construir su propia verdad.

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