EL PARTO COMO EXPERIENCIA

La muerte constituye el límite último de la experiencia humana. Creo que nadie podría cuestionarlo. Es imposible vivirla y contar lo acontecido, pensarla, anticiparla, ponerse en la piel de quien se halla ante sus puertas o ha entrado ya en su reino sin retorno. El arte y la filosofía han tratado, incansablemente, de explorar ese límite, de rodearlo, de imaginarlo, de convertirlo en algo parecido a lo que identificamos como experiencia humana. De ahí el interés por todo lo que rodea a la muerte: los ritos funerarios (que según los antropólogos son de las primeras cosas que permiten definir a una comunidad como humana), las últimas voluntades, el trabajo del duelo. Una y otra vez exploramos tales territorios con la memoria, con la imaginación, con una mezcla de compasión y de temor. Y una y otra vez nos sentimos irremediablemente excluidos de la experiencia misma, indescifrable, intrínsecamente oculta.

A no más de quince días de que se produzca el nacimiento de mi segundo hijo, en medio de una espera que se ha convertido ya en aceptación plena de lo desconocido y que va acompañada de una sensación de tiempo detenido, siento que el nacimiento es el otro gran límite de la experiencia: menos terrible y absoluto y cerrado que el de la muerte, porque tanto la madre como el bebé en principio lo sobreviven, pero igualmente imposible de anticipar, de aprehender, muchas veces hasta de recordar con precisión. Se suceden estos días con una extraña calma: a pesar de haber pasado ya por otro parto, no sé lo que va a ocurrir de aquí a unos días. De verdad no lo sé. Lo vivo con una mezcla de irrealidad e incertidumbre: puedo afirmar, en esta segunda ocasión, que en el momento en que se produzca el nacimiento habrá cambiado todo y casi no sabré lo que era estar embarazada. Pues estar embarazada y tener un recién nacido entre los brazos son estados que se suceden y se excluyen mutuamente, que no permiten regresos, intercambios ni una memoria que se pueda recuperar a través de los símbolos. Apenas existe nada más que el cuerpo: como en el sexo, como en la muerte.

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En estos días siento a mi hijo por nacer y soy consciente de que dentro de muy poco no podré evocar sus movimientos dentro de mi útero. No seré capaz de revivirlos a través del recuerdo. E igual sucede con muchas de las cosas que acontecen en el momento del parto. Los dolores del parto, no sé cómo eran. Y sin embargo hace cinco noches, al sentir una contracción bastante fuerte, me invadió la inquietud de recordar, en ese instante, con una nitidez absoluta, lo que se avecinaba: y así supongo que volverá a suceder cuando efectivamente comience mi segundo parto. Una memoria que se activa y se desactiva, que está ahí pero no se deja ordenar por la voluntad o las asociaciones mentales.

A pesar de que le doy una y mil vueltas, no me puede dejar de extrañar cómo la intensidad y la riqueza de tales experiencias es todavía, en gran medida, impensada. Por qué no ha dado lugar a una reflexión y a un discurso (como el discurso amoroso, como el discurso acerca de la muerte, que son también discursos del cuerpo, ligados a experiencias muy difícilmente apresables) en el marco de nuestra historia cultural. No me voy a extender en las más que posibles razones: sólo querría llamar la atención sobre ese vacío, que hace que sin duda a las mujeres nos resulte más complicado acceder a su complejidad y a su misterio, alejarnos de palabras estereotipadas y lugares comunes. Como si no hubiera nada más que banales anécdotas en torno a esos momentos, como si se nos invitara a no pensar.

Imagino que hace muchos siglos que la experiencia de la madre en el momento del parto no cuenta, no existe, no se nombra. Y creo que en pleno siglo XXI seguimos teniendo que enfrentarnos a ese peso. Los avances médicos, que sin duda han producido grandes mejoras en la salud, no han ido en absoluto aparejados de un progreso en este sentido. Tanto en las clases de preparación al parto como en el propio momento del nacimiento se ignora la subjetividad de las madres: se niega su experiencia o, más bien, la posibilidad de que puedan construir una verdadera experiencia a partir de lo que les ocurre. La elaboración de una experiencia del cuerpo es complicada; necesita conexión, reflexión previa y posterior, palabras. Máxime cuando acechan la confusión y el olvido. Tratar el cuerpo como un objeto sobre el que se trabaja, darle órdenes, invadirlo e inmovilizarlo conduce a una alienación, fomenta la disociación y por tanto aleja la posibilidad de conjugar lo objetivo y lo subjetivo, de apropiarse de la propia historia. Nunca antes había cobrado para mí tanto sentido la célebre sentencia de Foucault: “el control de la sociedad sobre los individuos no sólo se efectúa mediante la conciencia o por la ideología, sino también en el cuerpo y con el cuerpo”.

En mis dos embarazos, y también de cara al parto, he sentido con gran fuerza el deseo de liberarme de tales controles: lo he sentido antes de haber podido pensarlo y analizarlo. Y esta es una realidad tan clara como que mi mente racional jamás me permitiría hacer nada que pusiera en riesgo mi vida ni la de mi hijo. Así que no puedo dejar de debatirme entre la necesaria aceptación del control (pruebas médicas, protocolos hospitalarios, etc.) y mi necesidad profunda de buscar una experiencia que el sistema de atención vigente sin duda dificulta. Adorno alarmaba en pleno siglo XX escribiendo, en un contexto completamente distinto, que “la misma posibilidad de la experiencia está en peligro”. Y de algún modo sus palabras me resuenan en estos momentos, como un enigma.

Me parece que tenemos todavía mucho que contar acerca del embarazo y el nacimiento: acerca de esa ruptura. Y creo muy sinceramente que no es posible elaborar un discurso cabal sobre estos temas que no tenga muy en cuenta la experiencia directa, libre, respetada, esa en la que la realidad externa y la subjetividad de cada madre puedan encontrarse definitivamente. No es fácil que suceda en estos momentos, porque a casi nadie se le ocurre pensar que eso sea importante. Ni a la mayor parte del personal sanitario, ni a quienes rodean a la mujer que va a dar a luz, muchas veces ni siquiera a la propia madre. Frente a esta banalización e instrumentalización del nacimiento surgen voces críticas que reclaman nuestra condición de mamíferas y abogan por partos más naturales, más acordes con la biología. En algunas cosas no les falta razón, en otras quizás desbarran. En consonancia, en ciertos hospitales abogan hoy por una humanización del nacimiento, lo que incluye prácticas más respetuosas y menos intervencionistas para la madre y el bebé. Todo ello es sin duda bienvenido. Y sin embargo sigo echando en falta una mínima atención hacia ese punto negro de la experiencia, no animal sino eminentemente humana, en el momento del parto. El bebé nada puede contarnos, pero vive y sufre con una intensidad inimaginable su llegada al mundo. Seguramente su madre es la única que, haciendo uso de sus facultades psíquicas, de su identificación con su criatura, puede acercarse a la experiencia del bebé. Una experiencia muda, como ella bien sabe. Pero para eso hay que escuchar y hay que dejar que las madres escuchen su cuerpo, que lo entiendan, que hagan algo con él. Y que sientan lo que están haciendo. No creo que nada de esto sea incompatible con los avances médicos. Nunca debería serlo, si se comprendiera su importancia.

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Buscando los resquicios para llegar a mi propia experiencia, creo que si hemos de abandonar una cantinela es la de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Los tiempos pasados no acostumbraron a ser buenos en términos de derechos de las mujeres, de respeto hacia sus cuerpos. A la vez, no puedo dejar de pensar que el tipo de control que en muchas ocasiones se ejerce sobre el cuerpo de las mujeres en el momento del parto es excesivo, a menudo innecesario y profundamente cultural. Propio de una cultura que deberíamos esforzarnos en cambiar.

A veces, cuando Gabriele se acerca a mí en estos últimos días de embarazo y apoya su cabeza sobre mi barriga como si quisiera escurrirse dentro siento que nosotros entendemos, que hay algo que sabemos y que no saben los otros. Quizá sea ese el punto más relevante: en una sociedad que ha perdido por completo la idea de un saber ligado a la experiencia (entendida como conjunción consciente de lo interno y lo externo) el único conocimiento que parece válido es el de la objetividad plena (el discurso científico), y frente a él, frente a la insatisfacción íntima que produce, surgen toda una serie de alternativas más o menos naturalistas o primitivistas que llegan a negar la razón. Nada de esto me interesa, y tengo la sensación de que el pensamiento humanístico podría ayudarnos mucho más en tal labor. Porque sin duda hay algo más: la posibilidad de reconocer que las madres tienen el derecho a construir una experiencia digna de tal nombre, y que algo saben de lo que les pasa, algo que los demás no saben y que sin duda merece ser escuchado.

Ojalá poco a poco consigamos paliar este vacío, que es casi una ausencia y una condena. Dejo, para acabar, un poema de María Victoria Atencia en el que se dibuja un parto milagrosamente convertido en experiencia y en palabras:

VICTORIA

Estaba abierto el cielo y mi hijo en mis brazos,
tan indefenso y tibio y aterido y fragante
que lo sentí una obra sólo mía, victoria
de un cuerpo paso a paso ofrecido a su cuerpo.
Lo envolví con mi aliento y él tuvo el soplo tibio
en el que una paloma se sostenía en vuelo.

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