EL ROSTRO

Los bebés nacen, ante todo, con un rostro. En el momento del parto se desvela su rostro, hasta entonces inexistente, y comienzan a formar parte del mundo. Nos recuerdan, por si lo hubiéramos olvidado, que es el rostro, con sus continuas e inapresables expresiones, lo que nos hace humanos.

El rostro es siempre un encuentro, una ventana a lo desconocido. Por eso, al nacer un bebé, el reconocimiento mutuo con la madre pasa por el encuentro entre dos rostros: uno recién nacido, que nada sabe de sí mismo, y otro que, presa del asombro, lo dice y lo contempla.

Una de las cosas que más me sorprendió, en el momento mismo del parto, fue el modo en que Gabriele estableció contacto visual conmigo. Había leído en algunos libros que los bebés no solían fijar la mirada antes del mes, así que esperaba encontrarme con unos ojos perdidos, que yo tendría que observar desde fuera. No fue así. Gabriele lloró muchísimo nada más nacer. La parte final del parto fue complicada, hubo que maniobrar para traerlo al mundo, y cuando aún tenía medio cuerpo dentro de mí ya estaba llorando con una gran fuerza. Cuando lo vi advertí el terror en su rostro: pero me miraba. Gritaba y gritaba mientras no apartaba sus ojos, abiertos como platos, de los míos.

Creo que las pruebas neonatales (medida, peso, tests varios, limpieza) prolongaron aún más su llanto. Cuando al fin nos quedamos solos, y tranquilos, lo puse en el pecho y mientras mamaba, una vez más, no apartó su mirada de mis ojos, hasta que los cerró, agotado. La historia se repitió todos los días varias veces en sus primeros dos o tres meses. Durante las tomas, mientras permanecía con los ojos abiertos, me miraba fijamente. De una manera intensa y sostenida. Una de esas miradas que a menudo nos cuesta sostener a los adultos. Yo, en aquellos primeros momentos, era incapaz de dedicarme a ninguna otra actividad mientras le daba el pecho, al menos mientras estaba despierto: sólo podía mirarle.

En esas largas horas, nos conocimos. En la intimidad del rostro. Desnudos. Giorgio Agamben, filósofo y pensador italiano, ha escrito un libro inspirado que se titula Desnudez. En él  dice que la belleza aparece unida al secreto, a un secreto que, en el caso del cuerpo humano, siempre puede ser desvelado. Y habla precisamente de la desnudez como un estado de desvelamiento, en el que ya nada se esconde, para afirmar: “El lugar donde esta sublime ausencia de secreto de la desnudez humana se signa de manera eminente es el rostro”. El rostro es a la vez la máxima expresividad, lo que se expone, y el mayor secreto: la belleza que clama por ser desvelada. Nada puede ejemplificar mejor estas ideas que el encuentro con el rostro de un bebé recién nacido: misterioso, expresivo, recién desvelado.

A partir de ese reconocimiento inicial, la historia de un bebé con su madre se podría seguir a través de su rostro: las primeras sonrisas, las caras de asombro, de miedo, de curiosidad, de tristeza, de enfado. Una de las cosas que más me ha maravillado de mi vida con Gabriele ha sido el observar cómo se iban configurando y transformando sus expresiones faciales. Todo necesita su elaboración, su tiempo de observación y de vida. Y me refiero a la risa (con los hoyuelos, los ojos entornados), pero también al llanto. El llanto del recién nacido es un puro grito que después, poco a poco, va alcanzando tonos y articulaciones diversas, se va volviendo más humano. En algún momento, también, aparecen los pucheros, que se hacen, con el tiempo, cada vez más expresivos y personales. “¡Qué puchero más precioso!”, oí decir una vez. Y es que también esas expresiones nos maravillan, por lo que tienen de construcción propia y de reflejo transparente de las emociones.

He leído en muchos lugares que los niños aprenden las expresiones del rostro por imitación. En parte supongo que es verdad, pero sólo en parte. Creo que, también aquí, desde muy pequeños comienzan a ser creativos. Más bien diría yo que los bebés se ven reflejados en sus madres, cuando aún no tienen conciencia de su individualidad, y evolucionan en su expresión facial a través de algún modo muy primitivo de empatía, cuando comienzan a percibirse como seres separados. Gabriele a veces ríe cuando nos ve reír. No sólo imita, parece que se divierte al vernos y quiere participar de nuestra alegría. El otro día, jugando, fingí que me echaba a llorar porque no me quería dar un gajo de mandarina: y él, nada más verme, se echó a llorar también. ¡A mí me dio una pena! Y creo que ahí está la clave: nosotros nos divertimos y nos reímos cuando vemos sonreír al bebé; nos entristecemos o nos angustiamos cuando le vemos llorar. Y él ha de percibir que hay una conexión muy fuerte entre sus emociones y las de los otros. El rostro es el lugar que muestra y da forma a ese encuentro.

La expresividad de un bebé, de cualquier bebé, es un universo fascinante,  inabarcable. Estas fotos son sólo un pequeño ejemplo. Pero sirven para mostrar cómo el rostro se transforma: en cada instante parece reflejo de un alma distinta. Los niños experimentan emociones extremas, y a veces pasan de unas a otras con una rapidez vertiginosa. Pero eso no significa que finjan, o que no las vivan con suficiente intensidad. Sólo hay que mirarles para estar seguros de que saben muy bien qué es la alegría, el asombro, el terror, la rabia, la ilusión o la tristeza.

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