GABRIELE Y LA ESCUELA QUE QUEREMOS

Gabriele, a pesar de su corta edad, ya ha participado en varias manifestaciones ciudadanas. Supongo que es el signo de la época en que le ha tocado nacer. No parece asustarle la multitud, y el día de la huelga general del 29 de marzo hasta sostuvo contento una bandera de un sindicato. Ayer, que había convocada una manifestación como colofón a la jornada de huelga en todos los niveles educativos, pensábamos también asistir con él, pero finalmente se nos hizo tarde (siesta, merienda, cambio de pañal, cambio de ropa porque está toda manchada de la merienda, etc.) y no llegamos. Seguramente, ésa era la manifestación a la que más deseaba llevar a Gabriele, y escribo ahora para contribuir de algún modo a su causa y compensar nuestra ausencia.

Para mí, la escuela pública es, ante todo, aquella a la que querría que fuera Gabriele. Es el lugar en el que espero que pase una buena parte de su infancia y su adolescencia y, por ello, cualquier merma en su calidad alcanza una significación especial. Pero no se trata sólo de eso. El otro día leí en un periódico que uno de cada cuatro niños en España vive bajo el umbral de la pobreza. ¿Será un día el caso de mi hijo? He llegado a preguntarme cosas que hasta hace poco parecían impensables, pero, teniendo en cuenta que tanto su padre como yo somos investigadores, tenemos contratos temporales, y las perspectivas son cada vez menores, todo parece posible. Yo estudié en una escuela pública, y en un instituto público, ambos de Valladolid, en los años 80 y 90. No sé si en aquella época había más o menos niños pobres que ahora, ni si se medía de forma distinta el umbral de la pobreza, pero en mi colegio vi un poco de todo: niños cuyos padres estaban en paro, otros (muy pocos) que eran bastante ricos, hijos de profesionales con más o menos éxito, amas de casa, camareros, funcionarios, y también niños discapacitados, con problemas psíquicos o motores, y otros que eran muy inteligentes o grandes deportistas. Lo que me parece más valioso, una vez pasado el tiempo, es comprobar que, a pesar de tantas diferencias, nuestras infancias han permanecido siempre unidas. Los niños que fuimos crecieron juntos: juntos salimos de excursión, compartimos proyectos, grupos y actividades extraescolares; también intercambios académicos, fiestas de cumpleaños, viajes a la nieve, equipos deportivos, hasta concursos en la tele y en la radio. Por mucho que, con el tiempo, hayamos emprendido caminos muy distintos, y ocupemos también diferentes lugares en la sociedad, nada podrá separar los recuerdos de nuestra infancia ni nuestro sentido de pertenencia a un mundo múltiple, en el que hay lugar para todos.

Entre todas las campañas que se han hecho en estos días a favor de la escuela pública he encontrado sin duda muchos argumentos de peso: la calidad de sus profesores, la necesidad imperiosa de garantizar la igualdad de oportunidades, el deseo de ayudar a quienes tienen más dificultades para que consigan abrirse camino en esta sociedad, la importancia de construir un país preparado para competir en el mundo. Me he parado a pensar en qué es lo que más valoro de la educación que recibí y por qué deseo una similar para mi hijo y la primera respuesta que he encontrado ha sido que la escuela pública enseña a los niños que son todos semejantes; que, a pesar de sus diferencias, comparten un mismo espacio, unas mismas aspiraciones, un mismo presente y quizás también un mismo futuro. Por ello, la escuela pública vertebra y construye la sociedad; sin ella, nuestros niños pensarían que hay “otros niños”, más pobres, o más ricos, o con más o menos problemas que ellos, que viven en otro mundo, con otras oportunidades, a los que les espera otro futuro. Y los adultos sabemos, en realidad, que esto es en parte cierto, que la absoluta igualdad de oportunidades no existe. ¿Pero no es importante, y también hermoso y justo y necesario, que nuestros niños vivan, en sus escuelas, el proyecto, la ilusión y la esperanza de que todos han nacido y podrán ser felices en el mismo mundo? O, al menos, que a pesar de las injusticias y las diferencias hay un lugar en que a todos se les trata con el mismo cuidado, la misma dignidad y la misma confianza en sus capacidades, un espacio lleno de oportunidades que les hace sentir que son todos parte de una sociedad que les necesita.

Pienso que quienes hemos tenido la fortuna de vivir esa experiencia (junto con muchas otras, como la educación en la libertad, en la alegría y el respeto) no debemos dejar de compartirla. No sé qué hará Gabriele de adulto, ni siquiera puedo saber qué clase de niño será, cuales serán sus éxitos y sus fracasos, sus talentos y sus carencias. Pero en cualquier caso deseo que sea educado en una escuela en la que vea que los niños pueden romper las barreras que hemos creado los adultos. Creo que no hay nada que pervierta más el alma infantil que el clasismo, la segregación de los inmigrantes o los niños con problemas. Los niños, que están descubriendo el mundo, necesitan que creemos para ellos una realidad en la que les sea posible encontrarse y reconocerse como semejantes. Ese lugar es, sin duda, la escuela pública. Una escuela, a ser posible, con recursos para ayudar a quienes más lo necesitan, con la oportunidad de fomentar la creatividad a través de múltiples salidas y actividades, de ofrecer una educación basada en el disfrute y la experiencia. Eso es lo que ahora está en peligro. Pero, aún así, a pesar de que haya menos recursos y los colegios ofrezcan menos cosas, seguiré insistiendo en llevar a Gabriele a una escuela pública, con la íntima convicción de que todos nuestros niños (los pobres, los ricos, los más talentosos y los que tienen más dificultades) se merecen crecer con la ilusión de que han llegado a un mundo que puede convertirse para ellos en un lugar donde vivir; a una realidad en la que, aunque no consiguieran responder a las expectativas de sus padres, tendrían una importante misión que cumplir.

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