GABRIELE Y LOS CUENTOS

 Los cuentos, en sus diferentes tipos, han estado presentes desde muy pronto en la vida de Gabriele. A partir del año le empezaron a gustar mucho, sobre todo los que tenían algún tipo de elemento dinámico: lengüetas, puertas o ventanas que se abren, desplegables, diferentes texturas, los cuentos sonoros, los cuentos-puzzle. Son libros, casi todos ellos, con hojas de cartón duro, lo que permite que el niño los manipule sin causar grandes destrozos. Y normalmente contárselos significa ir nombrando y señalando los dibujos que aparecen en ellos.

Al principio me parecían un poco aburridos, pero poco a poco he ido compartiendo el pacer de mirarlos. Algunos tienen ilustraciones muy bonitas, y también los hay bastante ingeniosos. Pero, sobre todo, son estupendos para captar la atención de los niños e ir acercándose a la idea de representación. Nunca me había parado a pensar en la cantidad de maneras diversas que hay de dibujar un perro, un gato o un oso. Nosotros hemos aprendido a distinguirlas todas, pero un niño tan pequeño no sabe hacerlo. Es algo que requiere un aprendizaje, incluso un largo aprendizaje si lo miramos bien.

Gracias a estos cuentos, he podido asistir a la progresiva aparición del símbolo en la mente de Gabriele. Recuerdo el día, por ejemplo, en que cogió un cuento que tenía un coche pintado en su portada y se puso a jugar con él como si fuera un coche de verdad. O cuando despegó un trozo de chocolate de un cuento-puzzle y me lo dio en la boca para comer. Aunque creo que el libro más creativo para él ha sido uno titulado Mi gato, en el que hay piezas que se pueden sacar y que representan comida para el gato, agua, un cepillo, una pelota, un algodón. Con ellas jugamos juntos a alimentar y asear a un gato de peluche.

El pensamiento simbólico está intrínsecamente unido a la capacidad de abstracción. Por eso, en una segunda fase, esos cuentos son muy buenos para ir nombrando los colores, las formas, para reconocer las partes del cuerpo en personajes dibujados o algunos sentimientos básicos, reflejados en el rostro, cual la alegría y la tristeza.

Durante bastantes meses este tipo de cuentos eran los únicos que le interesaban a Gabriele. Pero más o menos al año y medio comenzó a ser capaz de prestar atención a relatos muy simples, acompañados de dibujos, sin manipulación manual de ningún tipo. Su primer cuento preferido se llama Quand… y trata de un osito que fantasea con ser mayor. Aparece con su mamá en diversos lugares, y cuenta lo que se imagina acerca de cómo será su vida. Los dibujos son preciosos y el texto muy corto pero bonito y sugerente.

Quand

Lo leemos todas las noches, y a veces añadimos algún otro cuento, como Patapam, sobre un elefante que se trata de esconder de sus amigos; o La manta blava del conillet, que trata de un conejito que no quiere ir a ningún sitio sin su manta azul. Son todos cuentos muy simples, que no tienen más de una o dos líneas de texto por página, pero que cuentan algo. Para mí es muy importante que sea así.

Recuerdo que en mi infancia (calculo que entre los cinco y los ocho años) odiaba los cuentos que no contaban nada. Me parecía que eran un timo, un engaño. Empezaba a mirarlos, a leerlos, sin perder la esperanza de que sucediera cualquier cosa más allá de una mera sucesión de escenas del tipo: “el niño se levanta, va a la escuela, se encuentra con su amiga, conversan juntos, llegan a clase, dejan la mochila, la maestra les enseña una canción, juegan en el recreo, llega la hora del almuerzo y comen un bocadillo de jamón y queso…”. En el momento menos pensado se terminaba el cuento y resulta que no había ocurrido absolutamente nada: sólo una serie de descripciones banales, o algún proyecto de historia no concluida. Me daban mucha rabia esos cuentos, lamentaba el tiempo y la energía que había empleado en leerlos.

Pienso, por tanto, que es muy importante seleccionar bien el tipo de libros que leemos a nuestros hijos. Lo ideal sería ofrecerles cuatro o cinco cuentos que tuvieran algo especial, y después dejarnos llevar por sus preferencias. Al igual que a un niño de seis años le cuesta leer solo, a uno de un año y medio le supone un esfuerzo mantener la atención en un cuento y la voz que se lo lee. No es nada sencillo ni evidente para él. Puede ser placentero, sin duda, pero requiere un cierto trabajo. Y lo mejor es que no sea en vano. No tiene sentido leer por leer, mirar cuentos por mirar. Lo más importante que puede aprender un niño es que en los libros se cuentan cosas interesantes, que hay dibujos hermosos que llaman su atención, que se miran en un momento de intimidad con sus padres. Así, la lectura podrá convertirse, poco a poco, en un espacio íntimo para la imaginación.

¡Y qué decir de los cuentos didácticos que intentan enseñar buenos modales!, ¡o de aquellos que pretenden resolver problemas con historias moralistas que muestran a niños que comen todo lo que les da su mamá o se van muy contentos a dormir solitos! Creo que quienes los escriben no saben nada del alma infantil. Y ante la paradoja de que algunos de estos cuentos gusten tanto a los niños (como los del famoso personaje de dibujos animados Caillou) me atrevería a decir que lo que el niño encuentra en ese relato ha de ser algo muy distinto a lo que intentamos transmitirle los adultos; quizá le llame la atención una hormiguita dibujada en una esquina, o el rostro bonachón de Caillou.

Los niños poseen una mirada capaz de redimir el mundo: aun cuando están sumergidos en la vulgaridad y el tedio pueden cavilar e imaginar. Me acuerdo bien de una tarde de mi infancia en que leí un cuento aburridísimo titulado El fantasma de palacio, de esos en los que no pasa nada interesante. Los dibujos eran también bastante feos. Pero en un momento el fantasma se ponía a pintar y aparecían manchas rojas sobre su blancura. Recuerdo haber pasado bastante tiempo mirando esos nubarrones rojos sobre las páginas; haber imaginado que eran sangre, o un sirope de cerezas dulcísimo; cómo me sentiría yo si de repente despertara y viera la mitad de mi cuerpo teñido de rojo; qué textura tendría aquella pintura; si se volverían rojos los otros al tocarla… Lo más fascinante de un niño que mira un cuento no está nunca en el cuento, por bueno que sea, sino en la mente del niño.

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