HABLAR DE LA MUERTE

Hace años, durante unos meses que yo pasé en casa de Esther Tusquets, en una de aquellas largas conversaciones que teníamos, ella me dijo: “La gente piensa que es difícil hablarles a los niños del sexo, pero no es verdad, eso no plantea ningún problema. Lo que es difícil es hablarles a los niños de la muerte. Yo nunca supe hacerlo”.

Compartía muchas cosas con Esther, una de ellas el haber sentido un enorme terror a la muerte en la infancia: en esa época en que se supone que los niños viven ajenos al concepto de lo irremediable. Muy al contrario, recuerdo haber padecido de angustia existencial con gran frecuencia a lo largo de mi infancia y de forma muy intensa al inicio de mi adolescencia. Era un abismo al que quería asomarme pero del que siempre acababa teniendo que huir, poniendo mi mente en otra cosa, porque si me concentraba en él se volvía insoportable. Y en realidad nada ha cambiado: me sigue sucediendo lo mismo de adulta, aunque quizá haya aceptado la necesidad de convivir con ese rechazo y esa angustia.

Tengo algunos recuerdos que siguen siempre activos. Lo compruebo cada vez que vuelvo a ellos. Un paseo con mi padre por la calle Santiago de Valladolid. Yo debía de tener seis o siete años. Le pregunto que si él se va a morir. Y, con expresión de pena y de derrota, me contesta que sí, pero que dentro de mucho tiempo, cuando yo ya sea mayor. Yo me quedo en silencio. Y no me acuerdo de qué más pensé: pero esa escena ha quedado grabada en mi memoria como una estampa perfecta.

Son momentos que uno teme volver a vivir. Gabriele, con casi cuatro años, hace algunos meses que parece preocupado por la muerte. Primero era pura curiosidad: “¿por qué se murió la mamá de la Cenicienta o Blancanieves?”, “¿por qué se murió esa viejecita?”, “¿por qué no la curaron los médicos?” Preguntas a las que respondo, casi siempre: “porque se puso muy malita”, “porque era muy mayor”, “porque los médicos muchas veces curan pero otras no pueden” y, con frecuencia, “no lo sé”. Supongo que Gabriele ya se ha dado cuenta de que cuando pregunta por la muerte no hay respuestas convincentes; que ese saber total que los niños atribuyen a sus padres se choca contra un muro de estupefacción.

Le impacta la muerte natural: el hecho de morir, no tanto el de matar. De hecho, juega constantemente a matar. Últimamente en su universo de juegos hay sólo dos polos que lo atraen todo: amar (enamoramientos, bodas, mamás y bebés, príncipes y princesas) y matar (de una estocada, de un disparo, cortar la cabeza, tirar bombas, pegar puñetazos, lanzar piedras). Su imaginación se afana en ambos mundos, y los muertos van y vienen sin angustia aparente. Pero la muerte sin violencia es otro cantar. Esa llamita que se apaga en los enfermos, en los ancianos, le invita a rastrear en nuestras conversaciones para no dejar de preguntar: “¿por qué murió?”, y bien entiende que es algo muy triste eso de morirse.

Muerte virgen

Hace unos días su padre había puesto un video de una ópera: “La Bohème”. Gabriele estaba jugando pero de vez en cuando se acercaba a la pantalla. Y la agonía de Mimi le capturó. Ahora pienso que quizá no era lo más adecuado para un niño, pero los niños viven en nuestro mismo mundo, y a veces se encuentran con cosas que no hemos planeado. El canto final de la protagonista le dejó conmovido y silencioso. Luego estalló en preguntas. “¿Por qué hay la muerte?”, “¿todos nos vamos a morir?”, “¿los papás y las mamás también?”, “¿después de morir ya no se pueden ver películas ni nada?”, “yo no quiero morir”. Esa fue la secuencia exacta. Y yo no alcancé más que a balbucear que la muerte es muy triste, y que todos nos hacíamos esas mismas preguntas, y que por eso, en cierto modo, había canciones y había cuentos. Me dejó, literalmente, sin palabras. Y sentí que le estaba abandonando ante la crudeza de la vida, pero no encontré ningún remedio.

Unas horas más tarde, cuando él ya parecía haberse olvidado de todo aquello, se acercó a mí y me dijo bajito: “mamá, no quiero perderte para siempre”. Yo le contesté, entonces sí, que eso no iba a pasar, que íbamos a estar siempre juntos. Le mentí, a fin de cuentas. Y no sé muy bien por qué lo hice, como tampoco sé por qué antes me había quedado sin palabras. No tengo ninguna idea clara acerca de si a los niños pequeños hay que decirles o no la verdad acerca de la muerte. No me siento capaz de prometerle a mi hijo la vida eterna, porque yo no creo en ella; como tampoco puedo hablarle de la muerte como un hecho biológico sin dramatismo, porque a mí misma me aterra. No tengo convicciones, no conozco tampoco pautas de actuación correctas: hago, en cada momento, lo único que siento que puedo hacer, como si las preguntas de Gabriele me condujeran a un callejón sin salida.

Algún día descubrirá que no estaremos siempre juntos, eso pensé después de hablarle de aquel modo. Pero me pareció que en este momento había de primar la expresión del deseo, que para el niño se confunde con la realidad: “quiero que estemos siempre juntos”. Cualquier otra respuesta, en su cabeza, sería asimilable a un abandono. Y me sentí más cerca de él que nunca. Y me dio la impresión de que los padres tienen derecho a prometerles a sus niños pequeños que nada les separará: que esa es una de las mentiras que, de algún modo, fundan nuestra vida y nuestro deseo.

Aun así, conozco bien los peligros de las mentiras piadosas. También siendo yo niña, y supongo que tratando de paliar mi miedo a la muerte, mis padres me dijeron una vez que los niños no se mueren. En su momento lo creí, pero después de un tiempo escuché en el telediario que habían fallecido muchos niños en una guerra. Y me dio pánico: pensé que aquello era tan horrible que mis padres habían preferido no hablar de ello. No volví a preguntar por el tema, pero recuerdo haberme sumido en un sentimiento de profunda soledad.

Seguramente, frente a la pregunta de la muerte, los padres y las madres agnósticos no podamos hacer más que no dejar a nuestros hijos solos. Hacerles ver que entendemos su incredulidad, sus preguntas, su tristeza, su miedo incluso. Que eso que les pasa lo comparten con nosotros y con todos los hombres. Que estamos juntos frente a esa desgracia, en esa lucha contra la muerte. Que podemos mirarnos y vernos reflejados en las obras de arte: un arte que, con suerte, ellos también puedan amar, y en el que encuentren reflejo y compañía.

Como nada de eso es tranquilizador ni satisfactorio, no se me ocurre mejor manera de afrontar sus preguntas que partir de una ignorancia: “no sé por qué morimos, no sé qué hay después de la muerte”. Y dejar que rellenen ese hueco con su propia imaginación, si quieren, si pueden. Quizá, deseo pensar, con nuestro amor incondicional les estemos prometiendo que no nos separaremos nunca, y que ellos no morirán. Cuando tengan que recorrer el camino del desengaño, lo harán al menos sin temor al abandono, reafirmando la verdad de sus deseos, acercándose a los demás seres humanos en un hermoso atisbo de eso que hemos dado en llamar solidaridad. Quizá, entonces, sean capaces de encontrar en su interior esa esperanza que nos lleva a disfrutar de la vida y no olvidar a los muertos; una confianza primigenia en que no es posible que seamos sólo esto, y que todo acabe tan mal.

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