¿Cómo se desarrolla la capacidad de atención de los niños pequeños? Hace tiempo que observo a Gabriele, que está cerca de cumplir veinte meses, para intentar descubrirlo. Los niños van poco a poco perfilando sus preferencias y expresando su voluntad. Y creo que es muy importante que los padres respetemos ese proceso y no tratemos de imponer siempre nuestra propia voluntad: que seamos capaces de establecer ciertos límites sin entrar con nuestros hijos pequeños en una guerra de “a ver quién puede más”. Siempre pienso que las confrontaciones directas, las luchas de poder, han de reducirse al máximo. Cuando sea posible merece la pena intentar convencer, distraer, explicar. Y aunque es difícil hacer eso con un niño de un año que apenas sabe razonar sobre las normas, creo que al menos en ciertas ocasiones conviene esforzarse en ello.
Un caso muy claro, para mí, es nuestra reacción cuando un niño pega, araña o, de forma voluntaria o involuntaria (la mayor parte de las veces), nos hace daño a nosotros o a otra persona. Además de rechazar la acción y decir ¡no! intento enseñar a Gabriele que no debe dar manotazos o arañar porque le duele al otro, porque no se debe tratar así a los demás. Le hemos acostumbrado a remediar sus manotazos con una caricia. Y poco a poco va teniendo más cuidado. Alguna vez le digo: “ay, me ha dolido” y, según cómo, él rompe a llorar. Inmediatamente le tranquilizo, explicándole que no pasa nada, que no me he enfadado, y él me abraza y en ocasiones me acaricia porque esa es su forma de remediar el daño. Pienso que es posible ayudar a los bebés de más de un año a desarrollar una incipiente conciencia moral. Y me parece que, desde muy pequeños, pueden distinguir entre las normas impuestas (no tocar tal o cual objeto, no abrir un determinado armario), cuyo sentido aún no es posible que comprendan y que conviene, por eso mismo, limitar al máximo a esta edad, y las normas que surgen de la necesidad de respetar a los demás: que son, en realidad, las más importantes, y que sospecho que los niños pueden empezar a interiorizar desde mucho antes. Los padres debemos ser los primeros en distinguir esos dos tipos de normas y otorgarles el valor adecuado. Pienso que así nuestros hijos tendrán más posibilidades de convertirse en personas respetuosas, conscientes de sus actos, libres y no sólo obedientes.
Pero volvamos a la atención. Gabriele es ya capaz de concentrarse un rato en los juegos que le interesan: los cuentos, las construcciones, los cables que se deben insertar en los agujeros de los teléfonos móviles, las cremalleras, etc. La lista es larga. Y creo que esa es su principal fuente de distracción: le interesan tantas cosas distintas que no puede estar un tiempo prolongado haciendo una, porque rápidamente encuentra otra que le absorbe y le reclama. Me parece evidente que lo más determinante a la hora de concentrarse y mantener la atención en algo es el interés que esa actividad suscita. Y eso nos pasa a todos, a niños y a mayores, aunque los adultos hayamos podido desarrollar una capacidad mayor para forzarnos a prestar atención a cosas que no nos interesan (¿lo conseguimos a menudo? Convendría planteárselo…). Cuando tenemos la cabeza “en otro lado”, porque nuestro mundo interior, para bien o para mal, nos reclama con fuerza (nuestras fantasías, preocupaciones, ideas, proyectos, penas) la tarea se vuelve mucho más difícil.
Cada vez estoy más convencida de que, muchas veces, el lugar de los padres ha de ser el acompañar el juego espontáneo del niño. Acompañarlo con palabras, y a veces sin palabras. Alternar entre explicar y dirigir, y atender sin intervenir, o interviniendo sólo para seguir al niño. Poco a poco me voy decantando por lo segundo. Y en ocasiones me tengo que reprimir un poco, porque me encanta decirle a Gabriele: “ahora vamos a jugar con el autobús, vamos a subir a los muñecos, vamos a construir una torre”: pero no puede ser siempre así. Tantas otras veces intento dejarle toda la libertad para iniciar y proseguir sus juegos, hacer sólo lo que él me pide, implicarme en lo que él desee. Así, he visto que ha ido aumentando su capacidad de iniciativa y a menudo me sorprendo con sus ideas.
Ahora bien, ¿cómo afecta nuestra actitud ante el juego a la capacidad de atención de los niños? Preocupada por el tema de la atención en términos generales (en parte por la cantidad de diagnósticos de déficit de atención que veo en el colegio donde trabajo) decidí hacer un experimento con Gabriele, para comprobar de qué modo podía yo intervenir en su atención. Cogí un cubo de encajar formas (gran regalo de un buen amigo), que tiene un triángulo, un cuadrado, un círculo y una estrella por un lado, y los números 1, 2, 3 y 4 por el otro. Gabriele sabe encajar las formas geométricas pero está apenas aprendiendo a meter los números. Para empezar, me senté con él y saqué todas las piezas, le fui animando a que las cogiera y buscara el lugar que les correspondía: metió correctamente las cuatro formas y dos números; los otros dos con mi ayuda. Le estuve hablando todo el tiempo. Después cogí un juego de construcciones y siguió haciendo lo que yo le pedía.
Al día siguiente, le dejé el mismo cubo y le pedí que metiera las formas. Pero no me quedé con él. Me alejé unos dos metros y me puse a mirar un cuento. Él metió el círculo y el cuadrado, cogió la estrella, la miró, la tiró, se levantó y se puso a hacer otra cosa. Evidentemente, no me sorprendió el cambio respecto a la situación del día anterior. Pero decidí entonces hacer una prueba más, ¿qué sucedería si me sentaba a su lado, y atendía a lo que él estaba haciendo, sin darle ninguna consigna ni intervenir en modo alguno? Lo combrobé: Gabriele introdujo correctamente las cuatro formas, empezó con los números, intentó encajarlos varias veces y cuando vio que no sabía se puso a otra cosa. Es decir, se concentró bastante más que cuando le dejé solo, aunque menos que el día en que le hablé y dirigí sus acciones. Mi sola presencia le ayudó a mejorar su atención.
Si tengo que interpretar el por qué, no me cabe duda de hay un vínculo muy estrecho entre la atención y la calidad de la relación personal. Cuando era bebé, e incluso ahora, si yo llamo a Gabriele me mira inmediatamente, responde casi siempre si le llama su padre o su cuidadora, muy a menudo si le llama algún amigo, y a veces sí y a veces no si lo hace un extraño. ¿Cuántas veces los niños no saludan o no responden a lo que les pide un extraño?, ¿no son mucho más proclives a responder cuanto más íntima sea la relación con la persona que hace el reclamo? Por eso, en el medio escolar deberíamos preocuparnos, antes que nada, de la relación con nuestros alumnos, y en los casos en que se observe una manifiesta dificultad para mantener la concentración rastrear la calidad de los vínculos que ese alumno ha ido estableciendo (en su familia, con los profesores, con los compañeros, etc.).
No todos los niños se concentran igual, ni les interesan las mismas cosas. Necesitan cambiar de actividad porque el mundo, para ellos, está lleno de maravillas que seducen. La curiosidad les puede. Y debemos preocuparnos, sobre todo, por la atención que les damos: la atención activa (las cosas que les contamos, que les enseñamos, que les proponemos) pero también esa otra atención silenciosa, que ellos sienten, y que es nuestro pequeño secreto. Como cuando llevo a Gabriele al parque, y no le pierdo de vista, sin intervenir en sus juegos. Como cuando asisto en casa a su juego espontáneo; como cuando me quedo al lado de su cuna por las noches, sin decirle nada. Espero que poco a poco Gabriele pueda llevar consigo esa presencia, que un buen día ya no necesite verme para sentir mi atención a su lado.
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