Tras haberme detenido ya en el rostro, me pregunto ahora qué nos muestra el cuerpo del bebé. Ante todo, su desnudez y su ceguera. Nada más nacer el niño llega al vacío de un mundo que no conoce, pierde los límites y la contención que tenía en el cuerpo de su madre, no sabe nada de sí mismo y desea acurrucarse, hallar otro cuerpo que lo proteja, que le muestre sus contornos, que le ofrezca un espacio para ser.
La madre que mira a un recién nacido ve en ese cuerpo la perfección en miniatura, descubre el poder del tacto: una pequeña mano que se aferra con fuerza a su dedo, una boca, aún ciega, que se abre y encuentra su destino. El cuerpo del recién nacido es, en realidad, un secreto que empieza a abrirse a sus cuidadores aún antes de que llegue al rostro la sonrisa.
El cuerpo es, ante todo, una fuente de placer. Recuerdo cómo, desde las primeras tomas, cuando Gabriele acababa de mamar se quedaba completamente traspuesto, su cuerpo abandonado. En aquellas semanas aparecieron también las sonrisas reflejas, casi siempre mientras tomaba el pecho, que no iban dirigidas a mí, ni al encuentro entre dos rostros (como un poco más adelante) sino que provenían de la saciedad y la satisfacción. Gabriele siempre fue muy sensible a los abrazos, y poco a poco fuimos encontrando en su cuerpo las cosquillas (en la barriga, el cuello, las axilas, finalmente en los pies).
Pienso que ha tomado conciencia de las partes de su cuerpo que no ve a través del tacto; que poco a poco, desde recién nacido, fueron nuestras manos, y el placer que le producían nuestras caricias, las que le fueron mostrando los límites y las formas de su cuerpo. La vista la dedicó a mirarnos: a conocer nuestros rostros y nuestros gestos. Me parece que es el sentido de la imitación y del reconocimiento del otro. El oído le ha servido sobre todo para reaccionar ante los estímulos del mundo (ruidos, palabras): es una llamada constante. A través del gusto ha entrado en contacto directo con la realidad externa: fue el lugar del conocimiento de las cosas durante su primer año de vida. Poco puedo decir sobre el olfato (y no porque olvide su silenciosa importancia en los primeros vínculos). Creo que los bebés aprenden a descubrir su cuerpo, en gran medida, a través del tacto. Necesitan una mano que los guíe. Y que les dé placer.
El dolor físico, la otra gran experiencia del cuerpo, debe de ser muy perturbador para los niños, tanto que es posible que los conduzca directamente al caos, y el caos no despierta la conciencia. Sólo hace falta pensar en esos momentos en que a nosotros, adultos, nos duele algo, y nos concentramos en ese dolor, y parece que se va extendiendo por el cuerpo, y ampliando, y que todo lo demás se desvanece en una nube oscura: y al final ya no hay conciencia de nada, sólo existe el dolor. Creo que unas pocas personas, con altos grados de autocontrol, quizá puedan tomar mayor conciencia de sus cuerpos a través del dolor. Pero dudo que sea nunca el caso de los niños muy pequeños.
El placer, por el contrario, nos devuelve a nosotros mismos; pocas veces somos más conscientes de nuestros cuerpos que cuando sentimos placer. Y los bebés, cuando son bien cuidados, experimentan muy pronto ese tipo placer. Imagino que les ayuda a enfrentarse al dolor físico, les reconcilia con la vida, les permite confiar en el mundo e ir poco a poco descubriendo que tienen un cuerpo dotado de grandes poderes para hacerles sentir bien. La conciencia del cuerpo es un proceso lento, que es muy posible que ninguno hayamos concluido, a ninguna edad. Un buen comienzo (con una conciencia incipiente, sin miedos, entregado a los juegos, las caricias y los besos) es sólo el inicio de una multitud de experiencias y transformaciones. A veces pienso que casi nunca estaremos tan cerca de nuestros cuerpos como un bebé feliz en su desnudez.
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