LA PAREJA MADRE-HIJO

Cuando, embarazada de cinco meses, me dijeron que iba a tener un varón, me invadió un enorme desconcierto. No alcanzaba a asumir y a comprender cómo dentro de mi cuerpo podía estar formándose un ser con un cuerpo tan distinto al mío, con una anatomía diferente, y que sin embargo, a esas alturas, aún no podía vivir separado de mí. Descubrí, entonces, la dificultad de aceptar completamente la alteridad en el embarazo y la maternidad. ¿Es mi hijo realmente otro?, ¿y por qué entonces he sido yo quien lo ha creado, quien ha decidido tenerlo, quien lo ha imaginado, quien lo ha alimentado, quien le ha dado un nombre? Para una madre nada de esto es evidente, pues hay una fuerza que la lleva a identificarse plenamente con su hijo, y otra, que se va construyendo poco a poco, en gran medida a base de estupor, y que le abre los ojos hacia la nueva persona que se va gestando.

Tener un hijo o hija del sexo contrario da a la paternidad una dimensión curiosa. Ya no cabe la imaginación, tan seductora, de que el bebé es, en realidad, tu “pequeño yo”. Creo que en el deseo de maternidad hay siempre una parte de narcisismo, de deseo de emulación y repetición. Otra dimensión, igualmente poderosa, surge del deseo de acompañar otra vida, de explorarla desde la nada, de irla conociendo tal cual es. Durante mucho tiempo pensé que la identificación masiva, el narcisismo, era algo egoísta y negativo que debería desaparecer de la relación con los hijos; y sin embargo ahora estoy convencida de que no sería posible vincularse con un bebé recién nacido sin haber sentido ese deseo de ser colmado, amado y emulado por un pequeño ser.

Los niños que tendrá una madre se empiezan a gestar en su infancia. Y por eso todos nacemos con una larga historia detrás: una historia que es una carga y un regalo. A mí me encanta ver cómo las niñas imaginan la maternidad. Mucho de lo que harán como madres se juega precisamente entonces. Yo, durante mi infancia, tuve la suerte de tener una amiga inteligente y atrevida con la que hablaba de todo lo divino y lo humano. Entre los diez y los trece años (a esa edad maravillosa en que los niños todavía son niños y a la vez razonan con absoluta lucidez) tuvimos conversaciones que ahora nos hacen sonreír. Me sorprendo de cuánto sabíamos, de cuánto sabía mi amiga a aquella edad. Hablábamos de los novios que tendríamos, de los hijos que habían de nacer. Y ella me decía: “Elisa, nuestros padres nos quieren demasiado; nos pasaremos la vida buscando a alguien que nos quiera de ese modo y quizá nunca lo vamos a encontrar”. Yo me hacía la que no entendía, ¡pero qué grande era en mí también ese temor! En otras ocasiones, pensábamos en si preferiríamos tener un niño o una niña. Yo lo tenía claro: una niña; así jugaría con ella a las muñecas, y le gustarían las mismas cosas que a mí me gustaban, y tendría a una “pequeña Elisa” a la que adorar. Ella, por su lado, estaba convencida de que era mucho mejor un niño: “las niñas quieren más a sus padres y los niños a sus madres; yo quiero un niño para que me prefiera a mí”. ¿Egoístas? Con los años, he llegado a la conclusión de que éramos clarividentes: todas las madres necesitan adorarse a sí mismas y desean un pequeño ser que las adore. ¿Lo hemos olvidado? Las niñas que fuimos nos lo recuerdan, nos lo deben recordar para que sepamos lo que seríamos capaces de hacer.

Cuando estaba pensando en quedarme embarazada, y ciertas angustias no acababan de dejarme tomar la decisión, vi una película de Woody Allen titulada Otra mujer. En ella, una profesora de filosofía de unos cincuenta años alquila un apartamento para escribir, y a través de una rejilla que hay en la pared escucha las conversaciones de un psiquiatra con sus pacientes. Una de ellas es una mujer embarazada. La escritora se conmueve con su historia, la espía por las escaleras, se la encuentra un día por la calle, come con ella, le habla de su frustración por todo lo que ha ido dejando atrás en el camino de la vida, por haber huido de las pasiones, por haber renunciado a la maternidad. Después escucha la sesión de psicoterapia en la que la embarazada le habla a su psiquiatra de aquel encuentro, de lo triste que había sido; y le dice que, a su parecer, aquella profesora de filosofía había renunciado a tener hijos porque, en su constante huida de las pasiones, “tenía miedo de las emociones que pudiera llegar a sentir por el bebé”.

En aquella época yo solía pensar que me paralizaba el temor a que mi bebé me necesitara y me quisiera demasiado, a que entablara conmigo una relación que le dejara fatalmente marcado, sobre todo si era un varón. Pero, ¿y si fuera precisamente al revés?, ¿si en realidad mi miedo fuese a quedar yo atrapada en un amor incontrolable por mi hijo? Sentí que mi encuentro con aquella película había tenido el mismo efecto sobre mí que el encuentro entre sus personajes, un efecto revelador. Y me quedé embarazada. Y nació un varón.

¿Qué ha pasado desde entonces con mis temores de “amores excesivos”? Pues de perdidos al río, diría yo… Y sin embargo un niño tiene el maravilloso don de sorprender siempre, y de volver aceptable cualquier cantidad de amor (con su necesaria dependencia, su miedo al abandono, su angustia ante el futuro, su preocupación por estar cuidando adecuadamente de ese amor). La resolución del conflicto que a mí me atenazaba surge, precisamente, de hacer real la maternidad. El hijo con el que sueña una niña es un niño suyo, que nace en su propia familia, en el que es difícil imaginar la alteridad; pero el niño real nace de una relación (en el mejor de los casos de un amor) con otro, con un padre que viene de otra familia, y que introduce una nueva dimensión de realidad. No es sólo el bebé que reproduce o adora a la niña que fuimos, es también el fruto de otro mundo, representado por el padre, de un deseo renovado y nuevo. Y así puede comenzar a ser una persona distinta, y quizá soportar nuestro asfixiante amor.

Ahora que Gabriele tiene ya dos años empiezo a conocer un poco la relación madre-hijo. Es hermoso acompañar una infancia que no fue la tuya, entrar en el mundo de los niños, en el que como niña participabas pero siempre sabiendo que ellos no eran iguales que tú. Ser, a la vez, una madre distinta a la que fue tu madre contigo, saber que has de ocupar otro lugar. Las cuatro relaciones posibles (madre-hijo, madre-hija, padre-hijo, padre-hija), las cuatro inagotables, ofrecen modos distintos de vivir el amor y sus conflictos. Las madres y los hijos varones nos encontramos en una situación ideal para que surja una relación de fascinación mutua, sin traiciones, sin demasiada rivalidad. Pero una relación acechada por el deseo de posesión. ¿Sobreviviremos? ¿Saldremos bien parados? A menudo me lo pregunto, y mientras tanto, mientras dure este amor correspondido, una voz en mi interior sonríe y piensa: que nos quiten lo bailao…

Al final de Otra mujer, la protagonista, tratando de reconciliarse con su vida, con las pasiones vividas y perdidas, dice: “me pregunto si un recuerdo es algo que tenemos o algo que hemos perdido”. Algo que tenemos… La memoria de la infancia es el tesoro de nuestras vidas: ¿qué recordará Gabriele de la suya?, ¿qué recordará de la madre que fui? En ciertas noches mi hijo se cuela en nuestra cama, y alguna vez, casi entre sueños, me he sorprendido fantaseando con cuando sea joven y duerma junto a otra mujer. ¿Acariciará así su brazo y su pelo, escuchará el ritmo de su respiración, desprenderá el mismo calor? Me conmueve imaginar que en el futuro, como ahora, mi hijo sabrá amar y dejarse querer.

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