LAS PALABRAS Y EL CUERPO

Adriano se hace un ovillo en mis brazos, cuando está cansado, cuando llora, cuando se siente triste. Adriano me dice “tengo frío”, y quiere que le envuelva en una manta, que le coja, que pase mi mano por los contornos de su cuerpo. Le encanta un cuento que se llama Osito, escrito por Else Holmelund y con ilustraciones de Maurice Sendak, en el que un osito le dice a su mamá osa: “Tengo frío”, y la madre responde: “Vete, frío, que mi osito es mío”. Adriano me exige que repita estas palabras mágicas cada vez que insiste, algo compungido, en que tiene frío.

El frío es el desvalimiento, la ausencia de piel. La mamá osa, a cada queja de su osito, le confecciona, por orden, una chaqueta, un gorro, y unos pantalones para la nieve, y así él vuelve a salir tres veces a jugar fuera de la casa. Pero siempre regresa porque continúa teniendo frío. A la cuarta, mamá osa le pregunta: “¿quieres un abrigo de piel?”, y le quita todas las prendas de ropa que había hecho para él. El osito reconoce por primera vez su propia piel, vuelve a la nieve, y ya no siente frío.

A Adriano le encanta que representemos los dos ese cuento, que acaba en un descubrimiento de su piel de niño. El frío del que se queja poco tiene que ver con la temperatura, es más bien un estado interno, de desnudez y de búsqueda de una membrana invisible que lo envuelva. Como la madre del cuento del osito, le abrazo y le cubro con prendas o mantas de las que después se deshace, una vez que han marcado las fronteras de su cuerpo y las propiedades de la piel: su sensibilidad, su tacto, su perfección suave y lisa, su temperatura tibia, que no deja que se escape el calor del interior del cuerpo.

A veces los niños sienten la necesidad de reconstruir su piel, de volver a sentirla en el contacto con otro cuerpo, o con las prendas que les ponen, que en realidad son metáfora de ese otro cuerpo. No podemos olvidar que los recién nacidos, nada más salir al mundo, tienen frío. Por fortuna se encuentran con la piel de sus madres, y además se les tapa con mantas y gorros, para que no les baje la temperatura. Es una experiencia física y psíquica al mismo tiempo, como todo lo que les pasa a los bebés. Seguramente la sensación de frío es una de las primeras conmociones en la vida humana, que solo puede ser paliada por la acogida que recibe el recién nacido. En algún lugar queda grabada esta experiencia que después estará unida a la palabra “frío”, e incluso al cuento de un osito que le dice a su mamá que tiene frío. No es más que un recorrido simbólico para volver a la escena inicial.

Me asombra el modo en que las primeras sensaciones acaban convertidas, un buen día, en lenguaje: cómo el cuerpo fragmentario del principio de la vida pasa a ser nombrado, hasta el punto de que el niño de dos años es capaz de decir “mano” y ligar esa palabra con la palma y los dedos con los que ha jugado tantas veces antes de poder hablar.

Cuando Adriano tenía apenas tres días de vida, tuvo que ser internado durante 48 horas en la Unidad de Neonatos del Hospital porque tenía ictericia del recién nacido. Lo pusieron debajo de una lámpara y yo me quedé con él en muy malas condiciones: agotada y preocupada, sin poder dormir. Él lloraba mucho. Era el único bebé que lloraba allí dentro. Dadas las restricciones del personal de enfermería, sólo le podía dar de mamar una vez cada tres horas, y él llegaba a ese momento tan alterado que era muy difícil que se cogiera al pecho. 48 horas, ¿pero qué son 48 horas para un recién nacido? No lo sabemos. Ni yo lo sé ni tampoco lo saben las pediatras ni las enfermeras que le atendían. Ante su llanto, que se volvía inconsolable, y la prohibición de sacarlo de la cunita y cogerlo en brazos fuera del horario establecido, yo empecé a agarrarle los pies. A envolverlos con una de mis manos, que sujetaba con fuerza sus dos pies. Pasé así bastante tiempo, porque no se me ocurría otro modo de intentar tranquilizarle y mostrarle mi presencia (tenía los ojos tapados, y además le hablaba y le acariciaba, pero nada era suficiente). Cuando le dieron el alta nos fuimos a casa y volví a tener la libertad de cogerle en brazos, de amamantarle a demanda, de tratar de calmar sus momentos de llanto y desasosiego con todas las artes   (pocas o muchas, según se mire) de que disponemos las madres. Me olvidé de los pies. No creo haberle vuelto a agarrar los pies de ese modo en los siguientes meses. Y sucedió mucho más tarde, cuando Adriano tenía poco más de dos años, que un día en que había estado llorando mucho, al acostarlo en la cama y tumbarme a su lado, me pidió: “mano en el pie”. Al principio no entendí bien lo que quería. Él lo repitió en un tono de voz más alto, y yo probé a tocarle un pie. “No, así no”, me corrigió, “mano en el pie”. Envolví con mi mano, apretando con cierta fuerza, la planta de su pie, y me mostró que eso era lo que quería. A mí se me vino entonces a la memoria la escena del hospital, cuando, privada de cualquier otra posibilidad, le agarraba los pies.

Desde entonces han sido cientos las veces en que Adriano me ha pedido que ponga la mano en su pie; por las noches, cuando está muy cansado, también después de haberse enfadado. Desde luego no sé por qué me pide eso, ni por qué le tranquiliza tanto. No lo sé. Pero no puedo dejar de albergar la sospecha de que algo de aquel gesto primero haya dejado una impronta. Una huella que tomaría forma, y voz, mucho más tarde. Me paro a pensar en cómo es posible que el recuerdo de una sensación, cuando Adriano no sabía qué cuerpo tenía, ni sabía lo que era un pie, ni tampoco una mano, ni mi mano, ni siquiera que yo existía, haya podido convertirse, dos años después, en un acto lingüístico, en cuatro palabras que se ligan al cuerpo, y que permiten reconquistar las huellas más remotas: “mano en el pie”. No sé si se trata de una pura casualidad, o de una de esas cosas un tanto locas que se nos ocurren a las madres, que nos creemos quizá demasiado importantes, demasiado hacedoras de la vida y los recuerdos de nuestros niños. Pero, en cualquier caso, me gusta pensar en ello. Y preguntarme en qué momento, cuando ya Adriano había llegado al lenguaje, sintió algo que le conectó con aquella experiencia inicial y pudo entonces ponerla en palabras. Si fue aquel día que yo recuerdo (una casualidad que después se fijó) o quizá un tiempo antes. A menudo pienso que las cosas esenciales de la vida siempre ocurren dos veces: que, de hecho, sólo podemos hacerlas nuestras como consecuencia de ese segundo acontecer.

Al final, estamos hechos de significados. Las madres damos sentido a cada cosa que les pasa a nuestros niños, les atribuimos intenciones y causas que jamás sabremos si son ciertas. Así creamos esa membrana invisible con la que vamos envolviéndolos. Las palabras se funden con la piel: son una segunda piel que cura las heridas, que cose el cuerpo, que nos permite marcar el contorno y la temperatura de sus miembros. Cada cuerpo de niño porta el signo de cómo lo tocaron, pero también del modo en que lo nombraron y de las historias que se han contado sobre él. El niño que siempre se daba golpes, el que era muy friolero, el que se acurrucaba fundiéndose con el cuerpo de su madre, y el que se retorcía cuando le hacían cosquillas. La mamá osa que echa al frío con su frase mágica, que cose prendas que después retira, a la que no le importa haber pasado mucho tiempo cosiendo prendas que después retira, es imagen de un cuidado silencioso que permite conectar el lenguaje y el cuerpo: esas dos realidades siempre escurridizas, ambas en el límite de lo innombrable, de lo indecible. Tras haberlos albergado en el útero, tras haberlos vestido, calentado, hablado y curado con caricias y tiritas, el único legado que les dejamos a nuestros hijos es una piel, “un abrigo de piel”. Pero la piel humana, frágil, no basta por sí sola para protegerlos del frío; Adriano me dice: “mi piel no es como la del osito, es más fina”. Y por eso les ofrecemos también las palabras, esas que resuenan cuando parece que esté ya todo perdido, cuando nos falta el amor, nos falta el aire y sentimos el roce del mundo como un escalofrío lacerante, como si no tuviéramos piel.

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