LOS DOS AÑOS

Muchas cosas se han dicho y escrito sobre lo que sucede a los dos años. Algunos denominan a esta edad “los terribles dos”, en referencia al afán de oposición y a las rabietas que suelen tener los niños; son también conocidos como la etapa del “no”, o “la edad de la obstinación”. Gabriele cumplió ayer dos años, y de todas esas cosas que se dicen y escriben sobre los niños de dos años creo que la que más merece la pena ser leída es el inicio del cuento de Peter Pan:

All children, except one, grow up. They soon know that they will grow up, and the way Wendy knew was this. One day when she was two years old she was playing in a garden, and she plucked another flower and ran with it to her mother. I suppose she must have locked rather delightful, for Mrs. Darling put her hand to her heart and cried, “Oh, why can’t you remain like this forever!” This was all that passed between them on the subject, but henceforth Wendy knew that she must grow up. You always know after you are two. Two is the begining of the end.

[Todos los niños crecen, menos uno. No tardan en saber que van a crecer, y Wendy lo supo de la siguiente manera. Un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en un jardín, arrancó una flor y corrió hasta su madre con ella. Supongo que debía de estar encantadora, porque la señora Darling se llevó la mano al corazón y exclamó: “¡Oh, por qué no podrás quedarte así para siempre!” No hablaron más del asunto, pero desde entonces Wendy supo que tenía que crecer. Siempre se sabe eso a partir de los dos años. Los dos años son el principio del fin.]

¿El principio del fin? Parece un poco exagerado. Eso es lo que había pensado hasta hoy. Pero ahora me doy cuenta de la belleza de esa frase, de ese primer párrafo de Peter Pan, lleno de sabiduría y también de fina ironía. No sé si Gabriele es ya consciente de que tiene que crecer, pero seguramente en algún momento a lo largo de este tercer año de vida que ahora comienza, lo será. A su manera. No en vano los niños juegan a ser mayores, y desean ser mayores, aunque no sepan casi nada de lo que la vida les depara. Yo de pequeña me sentía muy distinta a Peter Pan: tenía verdaderas ansias por crecer. No entendía su obstinación por quedarse niño, ¡con lo maravilloso que era el mundo de los adultos! Y de repente un día, con doce años, me di cuenta de que aquello era de verdad irremediable, que ya había crecido mucho, que nunca podría volver atrás. Y viví los últimos coletazos de mi infancia con una extraña conciencia del tiempo, con una nostalgia cotidiana, y entonces comprendí, por primera vez, la historia de Peter Pan. Pienso que es un relato para niños que están a punto de dejar de ser niños. ¿Pero por qué comienza entonces hablando de los dos años, y sitúa en ese momento preciso el principio del fin?

Los dos años marcan el inicio de la niñez. Antes, el bebé está y no está en el mundo. Está en su madre, con su madre, no sabe quién es. Comienza a comprender, a participar en lo que le rodea, pero su mundo es puramente mágico, imprevisible, sin límites ni tiempo. Entre el año y medio y los dos años se produce una prodigiosa transformación. Un cambio cualitativo, no el simple avance de un desarrollo que sería como poner una piedrecita detrás de otra. Algo diferente. De repente el niño descubre quién es. Tras haber superado la fase más aguda de la angustia de separación de su madre, el niño se mira y se descubre otro: y sabe que hay, a su alrededor, otras personas; y que su madre, la persona más importante en su pequeño mundo, no siempre puede ser controlada por sus deseos; y que él tiene sus propias ideas y preferencias.

Me impactó la primera vez que, hace unos dos meses, Gabriele me negó algo que le acababa de ver hacer. Fue la mentira más inocente del mundo, ¡pero demostraba un cambio tan grande en nuestra relación! ¿Podía ser que ese bebé que hasta hace nada se fundía conmigo ahora tuviera un mundo interior?, ¿y que él fuera consciente de ello?, ¿que supiera ya, intuitivamente, que los dos teníamos un mundo interior y ninguno podía leerle el pensamiento al otro? Aquel día, el de la primera mentira, sentí que Gabriele era plenamente humano, que había construido, en su cabeza, una cierta imagen de su yo.

Y no dejará jamás de sorprenderme cómo, a los dos años, niños que todavía tienen tanto camino por recorrer en el ámbito del pensamiento racional (lenguaje, lógica, abstracción, etc.), que nos parecen a menudo casi tan limitados como los bebés, hayan podido alcanzar un grado de desarrollo tan alto en el terreno emocional: la interpretación de las situaciones sociales, la capacidad de detectar las emociones de los demás, y también de ironizar, bromear, mentir… A los dos años los niños son ya personitas que comienzan a comprender las reglas que rigen el mundo (enfadándose, rechazándolas, tratando de romper la realidad pero a la vez reconociendo la realidad): incluida la conciencia de que han de crecer.

Saber que uno va a crecer es también aprender que la realidad no es inmutable, y acercarse a la sombra de la muerte. Una sombra a la que se irán aproximando cada vez más los niños hasta llegar a la adolescencia y con ella al pleno sentido de lo irremediable. De eso también habla, sin decirlo, la historia de Peter Pan.

Pienso ahora en Gabriele, que acaba de comenzar la guardería, y en todas las cosas que vivirá, algunas lejos de mí. A pesar de su escasa experiencia de la vida ya se sabe dueño de sí mismo, y reconoce que existen otras personas, y que puede jugar a ser otro e intervenir en la realidad. Las rabietas, la oposición, el desafío a los padres no son más que muestras de la voluntad de transgredir unos límites que ya se conocen, pero a los que el niño aún no se resigna: los límites de nuestras capacidades y de la realidad. Toda la vida estamos en ello. Nunca llegaremos a aceptar la muerte, el último límite, el más total. Y es a los dos años cuando los niños empiezan a vislumbrar de qué está hecho el mundo: de frustración y de limitaciones, pero también de amor verdadero (que ya nada tiene que ver con la pura necesidad), de fantasía, de deseo, de nostalgia y de voluntad. Pienso en la madre de Wendy, y en la pequeña Wendy,  y me veo a mí con mi hijo, los dos en esa débil frontera que separa y comunica la fantasía con la realidad.

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