LOS NIÑOS Y EL AMOR ROMÁNTICO

“Cuando un niño de tres años dice te quiero, el significado de tales palabras es idéntico al que existe entre hombres y mujeres que aman y que están enamorados”, afirma el psicoanalista D.W. Winnicott en un libro dedicado a las madres. Leí estas palabras hace bastantes años, antes de tener yo misma hijos, y he vuelto a buscarlas entre sus páginas al venirme de repente a la memoria. Frente las críticas contemporáneas al concepto del amor romántico, acusado de ser una manipulación de la cultura, causante de frustración, sometimiento, dependencia afectiva y desengaño, ¿qué tienen que decir los niños de tres años?

Hace cuatro semanas Adriano, que cuenta justo con esa edad, empezó el colegio. Yo, que siempre tiendo a preocuparme por todo, esta vez estaba tranquila. Después del verano repitiendo que iba a ir al colegio de su hermano, tras haber alcanzado mucha más autonomía y haber pasado parte de las vacaciones separado de mí, con sus abuelos, iba a ser muy fácil el inicio del colegio. De hecho, empezó con entusiasmo. Pero existe una cierta paradoja en el hecho de que, según me va mostrando la vida, cuanto más me preocupo yo más fáciles resultan las cosas para mis hijos, y cuando yo me confío y creo que no habrá ningún problema, acontece precisamente lo que no me había imaginado. Y digo que resulta curioso porque se nos inunda a las madres del mensaje de que si tú te preocupas el niño lo nota y se pone nervioso, y si tú estás tranquila y confiada todo va a ser más fácil para él. Reconozco que tiene sentido, al menos parece lógico. Pero mi experiencia es que no se cumple. Me he pasado media vida imaginando catástrofes que nunca llegaron a producirse, con angustias y preocupaciones varias, también en relación a mis hijos (aunque en estricto secreto), y muy a menudo cuanto más miedo tenía yo más fácil fue dar determinados pasos para ellos; como si mi angustia recogiera la suya y, en caso de no sentirla yo en mis adentros, los dejara solos con ella.

Al cabo de una semana de colegio Adriano empezó a llorar desconsolado a la entrada. Un auténtico drama sobrevenido. Sobre todo para mí: me pilló por sorpresa y no sabía cómo reaccionar. Por las tardes estaba irritable y enfadado, muy enfadado conmigo. Sus juegos consistían en volver una y otra vez a la escena de la separación. Me decía que él era una mamá que se iba, y yo un niño que lloraba. Exigía que yo llorara mientras él daba vueltas con su patinete hasta que regresaba y me decía radiante: “he vuelto, ya estoy contigo, no me voy a ir más”. Si yo continuaba con mi queja: “¿por qué te fuiste?”, él me contestaba muy alto: “¿no me ves que ya he vuelto?”. Ante tanto ímpetu me contentaba y el juego al poco rato volvía a empezar, en un círculo de placer y sobresaltos que se repetía una y otra vez porque no acababa de resolverse nunca. La satisfacción de verme llorar y de controlar las idas y venidas, las apariciones y desapariciones, se mantuvo intacta durante dos semanas, hasta que fue dejando paso a otros juegos.

Uno de ellos fue el de las dos mamás. Un día Adriano se acercó y me dijo: “tengo dos mamás, tú y otra mamá”. Yo le respondí de forma un poco melodramática: “¡Cómo! ¿Entonces no soy la única?”, a lo que él empezó a reír a carcajadas. “No, no eres la única; hay otra”. “¿No lloras…?”, me preguntó con picardía a continuación. Y yo me eché a llorar, claro, y él vino a consolarme y a decirme que no era verdad. Me paré entonces a pensar en que él no es mi único hijo, y en la asimetría que funda las relaciones entre las madres y los niños pequeños, y que da lugar a tantas frustraciones inevitables, que entendemos como parte del crecimiento, pues por alguna razón crecemos también en una sucesión de desgarros de amor.

La entrada al colegio se resolvió en unos días con la estrategia de que fuera su padre quien le llevara. Pero por las tardes continuaba una demanda de atención desmedida. Cada vez que Adriano me decía algo, iba acompañado de “¡mira!”, o de la queja insaciable “¡que no me estás mirando!”, a pesar de que tuviera mis ojos clavados en los suyos. Si yo iba a salir de casa por la tarde, me suplicaba que no lo hiciera. Un día se me agarró y me dijo: “estoy todo el día solo”. Yo, errando en el sentido de sus palabras, leyéndolas como a mí me convenía, me atuve a la realidad: “no estás solo, has estado en el cole, ahora estás con tu hermano, con tu cuidadora…” Pero Adriano, claro, no estaba hablándome de nada de eso. Estar solo, lo sabemos bien desde el inicio de la vida, es que nos falte el amor. “Estar solo es estar sin ti”, me respondió entonces. Y ante la absoluta transparencia de sus palabras no pude sino plegarme a la evidencia y responderle que le dejaba un ratito pero que volvería pronto, y que nos echaríamos de menos mientras tanto.

En las últimas semanas todo se ha ido calmando, con sus altibajos, y el colegio ha empezado a formar parte de la rutina de nuestras vidas. Una rutina tranquila y necesaria. El último juego al que me referiré ocurrió ayer mismo, en la cocina de mi casa. Adriano se me acercó y me susurró: “te voy a romper el corazón”. Yo me pregunté de inmediato si entendía lo que estaba diciendo, si había captado, como decimos los profesores de literatura, el sentido figurado de esa expresión. “¿Qué vas a hacer?”, le dije. A lo que él repitió: “Te vas a poner triste porque me marcho, te voy a romper el corazón”. Pensé que aquello debía de ser una variante del juego de la mamá que se va y el niño que llora, sólo que sin invertir los papeles. Yo debía ponerme muy triste porque mi niño se iba lejos y me rompía el corazón. Pero entonces, para mi sorpresa, Adriano acercó sus manitas a mi pecho, y arañándome suavemente con las uñas, me anunció: “te estoy rompiendo el corazón”. Yo hice como que lloraba. Y entonces él, poquito a poco, escondió sus uñas y empezó a acariciarme el pecho con las yemas de sus dedos, y me dijo: “no llores, te estoy cosiendo el corazón”.

Aún sigo pensando en lo que está contenido en esa escena. Creo que continuaremos preguntándonoslo, de uno u otro modo, mucho tiempo los dos. En la cabeza de Adriano, de un niño de tres años, el sentido literal y el sentido figurado de las metáforas coexisten, conviven y se tocan y se alimentan mutuamente. Las palabras son mucho más de lo que significan, no separan de la realidad. Empleamos buena parte de nuestra vida en hacer esa separación, en representarnos las cosas para poder nombrarlas sin que nos den miedo, sin el temor de hacer daño, de romper con nuestras manos ningún corazón. Pero perdemos tanto en el intento: perdemos presencia, intensidad, imágenes, un lenguaje que anida en el cuerpo. Son tan poderosos algunos juegos que tratamos de volver una y otra vez a ellos. Sospecho que esa es, precisamente, la esencia del amor romántico, que nos atrae y nos conmueve, pero a la vez nos frustra. Nos enseña lo que no podemos tener, no por mucho tiempo. Es un deseo vuelto realidad, casi una alucinación palpable, que nos devuelve aquí y ahora a un lugar que habitamos, que creímos habitar.

Buscar siempre la presencia del otro, ser el único amado, que la vida carezca de sentido lejos de quien te quiere; que las palabras nombren algo más que ideas vacuas que se lleva el viento, que las palabras nos toquen. Siempre he pensado que el amor lleva aparejado un fenómeno del lenguaje, una comunicación en lo inmediato, un fluir que pasa por la boca, un deseo de hablar, de ser mirado.

Recuerdo que en mi infancia, cuando mi padre y mi madre eran mi único paradigma del amor, mi madre llevaba siempre colgada una medalla que le había regalado mi padre, en la que estaban escritos unos versos de Garcilaso de la Vega: “Y siempre pueda verte / ante los ojos míos / sin miedo y sobresalto de perderte”. Adriano y casi todos los niños de tres años viven con el mismo anhelo, con la misma desdicha de amor.

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