LOS REYES MAGOS

Algunas historias nos persiguen durante toda la vida. No hay forma de dejarlas atrás, por mucho que a veces, mirándolas muy de cerca, se nos deshagan entre las manos. Los Reyes Magos vienen de Oriente, que es en este caso un lugar tan mítico como el País de Nunca Jamás. No parece que tengan súbditos ni países que reinar: su único cometido es el de recibir las cartas de los niños y hacer un largo viaje para traerles los regalos que piden, tal y como hicieron hace más de dos mil años cuando nació un niño llamado Jesús. Es una historia sencilla y sin demasiados detalles, pero que ha cautivado la imaginación de millones de niños durante generaciones.

Como toda tradición que se precie, conlleva sus pequeños rituales: escribir la carta y echarla en un buzón de correos; acudir a la Cabalgata en que los reyes recorren las calles de las ciudades; la noche antes, poner los zapatos y dejar comida y bebida para los magos y sus camellos; acostarse pronto y no levantarse en toda la noche bajo ningún concepto. Además de eso, hay que esperar a que llegue el ansiado día, justo al final de todas las fiestas, y confiar en el buen juicio de sus majestades. Los regalos de reyes son mucho más que regalos: son dones de otro mundo que alientan la promesa de que la magia existe. La noche de cada cinco de enero, los niños se asoman a una ventana que conecta la realidad y la fantasía: sucede que la magia se hace realidad en forma de regalos. Por eso no puedo compartir las críticas al materialismo en el caso de la fiesta de los Reyes Magos. No, los Reyes Magos no pueden traer entradas para ir al teatro ni más tiempo para estar con tus hijos; hacen y reparten juguetes. Y los niños que creen, aquellos en quienes ha prendido la llama de esa ilusión, aman tanto o más que a los propios juguetes el hecho de que los hayan recibido de los Reyes Magos. Porque eso les abre a un mundo desconocido, porque les permite conectar con sus anhelos más íntimos: que hay unos magos misteriosos que les quieren, que se encargan de hacer realidad sus deseos, que les prometen que no hay nada imposible.

Reyes magos

En cierto modo hay que querer creer: los padres nos esforzamos mucho en que los niños crean, inventando historias, escondiendo regalos, pensando siempre en cómo sorprender a nuestros hijos. Pero, aún más sorprendente y hermoso es que ese juego lo secunde la sociedad entera: los adultos que no son padres cuando hablan con nuestros niños, los presentadores de los telediarios, quienes organizan cada año la Cabalgata de los Reyes Magos. Por eso me parece especialmente perversa la polémica que se ha organizado este año con la Cabalgata de Madrid, que el PP y otros sectores reaccionaros están utilizando como arma arrojadiza contra la alcaldesa de la capital. Dicen que por el atuendo de los Reyes Magos, que les pareció poco regio. O porque el desfile carecía de suficientes reminiscencias bíblicas (cuando en la Cabalgata del año pasado no hubo ninguna y en esta al menos se respetó el contenido narrativo del viaje). Creo que la mayoría de los que hablan no han visto una cabalgata desde hace muchos años y se han quedado con una foto de la alcaldesa con los tres reyes. Lo más sorprendente de todo es que afirman que por culpa del actual Ayuntamiento hay niños que han dejado de creer en los Reyes Magos, más concretamente por los trajes que vestían. Con ello sólo demuestran que no saben lo que es un niño ni se han parado nunca a mirar por sus ojos, por esos ojos capaces de transfigurar la realidad y convertirla en otra cosa. Sólo esa mirada explica que, de muy pequeños, crean en los Reyes Magos de las cabalgatas, independientemente de cómo sean sus túnicas o de que Baltasar sea un blanco pintado. Más tarde, pueden seguir creyendo en unos Reyes misteriosos que se cuelan por las ventanas, a quienes nadie puede ver, pero ya no en los que desfilan por la ciudad en camellos o carrozas, independientemente de que lleven los mejores disfraces del mundo. Porque no es cuestión de disfraces, porque todo depende de los ojos de los niños.

Yo, de niña, no quería dejar de creer en los Reyes Magos. Ante cada evidencia de su inexistencia, mi imaginación creaba una justificación distinta. Hasta que un día decidí someterlos a una prueba: desearía con intensidad un regalo que no diría a mis padres que quería ni escribiría en la carta. Si los Reyes Magos existían, sin duda podrían descubrir la verdad de mi deseo. El regalo era un piano de juguete que había visto en una juguetería. Así que me pasé todas las Navidades conteniéndome, sin decir ni una palabra. Y la mañana del seis de enero el piano apareció en mi casa. Nunca me ha hecho más ilusión un regalo, porque ese regalo decía: “Los Reyes Magos existen, y son capaces de leerte el pensamiento para cumplir tus deseos”. ¿Acaso se puede pedir algo más en esta vida?, ¿acaso no nos pasamos la existencia buscando, en nuestros padres, en el amor, en la amistad, en los viajes, esa presencia misteriosa de alguien que nos dé lo que deseamos sin ni siquiera habérselo pedido?, ¿o que, como los Reyes Magos, nos regale sorpresas que nos descubran deseos que ni siquiera conocíamos?

Yo le recomendaría a la señora Cayetana Álvarez de Toledo que no se preocupe tanto por los disfraces de la cabalgata, porque de ello en nada depende la ilusión de su hija; al contrario, depende de que ella, su madre, sepa jugar y aprenda a mirar por los ojos de una niña y le regale esa promesa de que la magia es posible, que la acompañará toda su vida. Eso está totalmente en sus manos, doña Cayetana, no le quepa ninguna duda. La alcaldesa de Madrid hizo lo necesario: organizó una cabalgata que para mi gusto fue hermosa e imaginativa; propició que familias enteras se encontraran en la larga espera, recibió a los magos y les dio la palabra. Me gustaría saber quién escribió el inspirado discurso del Rey Melchor, del que nadie habla, porque vivimos en un mundo que ha desterrado a las palabras. Pero nada más debía hacer la alcaldesa, porque los reyes no son una creación de los poderes públicos, sino que viven gracias al pueblo, a una extraña complicidad colectiva, a lo que sucede en cada casa.

Mi hijo Gabriele, de cuatro años, con quien estuve en la Cabalgata, se pasó ayer el día comiendo los caramelos que habíamos cogido durante el desfile. Cuando le pedí que dejara algunos para más tarde, me respondió, sin duda con cierta picardía, que podía comerlos todos seguidos porque eran caramelos mágicos de los Reyes Magos que no estropeaban los dientes ni hacían que doliera la barriga. Y a mí me hizo gracia su ocurrencia y le dejé que se diera un pequeño atracón, por un día. La magia de la cabalgata depende siempre de otra cosa, no de lo que vemos los adultos, sino de lo que no vemos. Por eso utilizarla como excusa para hacer política es algo estúpido y mezquino; lo único que demuestran quienes instigan dicha campaña es que nunca han entendido nada de esta historia; yo dudaría, incluso, de que alguna vez hayan creído en los Reyes Magos.

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