Siempre he sentido una extraña debilidad por el personaje de Narciso, ese joven que, viéndose reflejado en el agua, se enamoró de su propia imagen y murió ahogado al tratar de alcanzarse a sí mismo. Siendo muy pequeña, decidí llamar Narciso a mi muñeco favorito, el que me acompañó durante toda mi infancia, porque le veía tan guapo que me pareció digno de tal nombre. Y reiteradamente me costaba entender la mala imagen que tenía el pobre Narciso, siempre asociado a la idea, execrable, del narcisismo, y reducido a ser un egocéntrico insensible e incapaz de sentir amor por nadie. ¿Pero la historia no contaba que Narciso, al verse reflejado, no sabía que aquel hermoso muchacho que aparecía en la superficie del lago era él? En la Grecia clásica no debía de haber espejos, pensaba yo, y Narciso no se conocía, no sabía quién era, así que confundió su propia imagen con la imagen de otro: un chico que se le aparecía y le llamaba desde las profundidades. No hizo nada malo; y pagó su error con la muerte. Quizá por la herencia de aquellos pensamientos infantiles, cuando hace unas semanas vi a Gabriele besando su imagen reflejada en un espejo no pude sino sentir una gran ternura.
Ya he hablado en otras ocasiones de cómo ha ido evolucionando la relación de Gabriele con el espejo –correlato de la construcción de la imagen de sí mismo y de la conciencia de su propio cuerpo– y creo poder afirmar que más o menos a la edad de dieciocho meses ya tenía claro que el niño que veía allí reflejado era él. Pero nunca, hasta ahora, le había visto sucumbir ante esos arrebatos de amor hacia su propia imagen.
¿Qué ve Gabriele cuando se mira en un espejo?, ¿se ve realmente a sí mismo, a ese yo, aún precario, que ya ha conseguido enunciar y concebir?, ¿o más bien se encuentra con el niño al que vemos los otros: ese al que le decimos que es muy guapo, y que hace bien o mal según qué cosas, y que en tantos momentos nos resulta adorable y en otros quizá querríamos contener y apaciguar? El niño que sonríe en el espejo es una imagen juguetona y perfecta con la que el niño real se encuentra de repente: el mismo “nene” que nos encanta en las fotografías que mostramos orgullosos, y del que no nos cansamos de alabar la belleza.
Narciso se descubrió al verse reflejado, descubrió que se desconocía. ¿Pero acaso los demás nos conocemos? Jugando con el espejo, nos convencemos de ser esa persona que aparece ante nuestros ojos cada mañana; y a veces nos complacemos en ello, y otras nos espantamos. Vemos lo que queremos ver, o lo que más tememos. Y el niño pequeño que, durante un tiempo, es capaz de amar su propia imagen reflejada en un espejo muestra así su alegría y su felicidad. No sabría oponer ese estadio al amor que siente por sus padres, pues estoy convencida de que es la mirada amorosa de los padres la que lleva al niño a verse a sí mismo hermoso. Es su reflejo: como si los ojos de los otros fueran el primer espejo en que se haya mirado cualquier bebé y, grabada ya su imagen, se proyectara después en todos los espejos.
Recuerdo, en este sentido, la mirada sostenida de Gabriele, de pocos meses, y cómo una sonrisa cálida se esbozaba en su rostro al encontrarse con el mío. La misma sonrisa que, alrededor de los seis meses, comenzó a dedicarle a su imagen reflejada en un espejo. Sin olvidar los espejos mágicos de los cuentos infantiles: esos en los que todo se ve más hermoso o más feo de lo que en realidad es. Y los espejos que dicen verdades absolutas, como el de la madrastra de Blancanieves. Y también el trozo de hielo que se instaló en el corazón de Kay, el niño protagonista de “La Reina de las Nieves”, y que hacía que sólo viera las cosas malas y feas del mundo. Todas estas fábulas dan cuenta de que vivimos en constante diálogo y confrontación con la imagen de lo que somos y de lo que son las cosas reales.
En algún momento, no sé muy bien cuándo, inventamos en casa un juego con Gabriele, uno de esos juegos muy tontos que uno descubre cuando tiene niños. Le preguntamos: “¿Quién es el niño más guapo del mundo?”, y él se señala (o dice “yo”). ¿Y hacemos mal?, ¿le estamos convirtiendo en un narcisista? Me resisto a creerlo. Pienso que el gran pecado de la madrastra de Blancanieves fue que le preguntaba al espejo por una verdad universal que el espejo nunca podrá darnos. Los espejos se vuelven malvados cuando se les pregunta desde la vanidad y la envidia. Pero son alegres, y conviene celebrarlos, cuando se les mira desde el asombro, la incredulidad y la inocencia.
¿Quién es el que está ahí reflejado?, ¿de verdad soy yo? Y cuando yo me voy, ¿el espejo qué refleja? Y si el espejo lo está mirando mi mamá, soy el niño más guapo del mundo, pero dejo de serlo cuando lo mira una persona distinta. Hay otro tipo de espejos mágicos: los que sólo muestran las cosas a quienes son dignos de admirarlas. Y esos han de ser, para los niños, los únicos espejos valiosos. Pues la verdad surge ante la honestidad y la bondad de los ojos que miran, y uno ha de saber contemplarse desde el amor, pero desde un amor siempre tambaleante, precario e ingenuo.
A veces, el espejo nos devuelve la imagen de quienes querríamos ser: y quizá esa imagen tiene algo que ver con cómo nos miraron nuestros padres de niños. Pasamos nuestra vida tratando de construirla, perfeccionarla y acercarnos a ella. Se va nutriendo, con el paso de los años, de nuestros amores y anhelos más profundos. Y la amamos porque, en el fondo, desearíamos ser otros; raras veces estamos plenamente satisfechos con lo que somos. Y, en cierto modo, es bueno que así sea. Quizá fue ese el gran drama de Narciso: no sabiendo que era él, se lanzó al río a buscar esa imagen perfecta que le burlaba, ignorando que tal perfección había de ser el fin último de su vida. En la muerte nos encontraremos con ese ser ideal que, a lo largo de la vida, hemos ido construyendo de retazos y deseos; mientras tanto, nos afanamos en ir más allá de nosotros mismos, acercarnos a ese otro que guardamos dentro, imagen nacida de unos ojos y un espejo que, al inicio de nuestra infancia, nos consideró los más bellos.
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