NIÑOS Y NIÑAS

Muchas veces se ha investigado si las diferencias entre los niños y las niñas, entre los hombres y las mujeres, responden más a factores biológicos o a cuestiones sociales, culturales y educativas. La pregunta es tanto más fácil de plantear cuanto más pequeño es el niño: un bebé ha pasado en el mundo mucho menos tiempo que un adulto, ha sido menos educado, y está menos condicionado socialmente. A pesar de que, ya desde el primer momento, vistamos distinto a un niño que a una niña, decoremos su habitación de otro modo o le compremos juguetes algo diferentes, no cabe duda de que el bebé aún no es consciente de su sexo y por tanto podemos observar su comportamiento, y sacar nuestras propias conclusiones, sin achacarlo a condicionamientos externos.

Tal y como he podido comprobar en conversaciones recientes, este es un tema que despierta pasiones. Tanto los defensores de que las diferencias psicológicas entre niños y niñas están absolutamente determinadas por la biología, como quienes sostienen que se deben única y exclusivamente a la cultura en que crecen se exaltan hablando del tema y se muestran muy convencidos de sus ideas. Yo, antes de que naciera Gabriele, nunca había dedicado demasiado tiempo a tales disquisiciones, pues siempre he tenido la sensación de que las diferencias individuales son mucho más determinantes que las derivadas del género. Mi tendencia ha sido a rechazar cualquier frase que comenzara por “los hombres…” o “las mujeres…”, y me he mostrado convencida de que lo verdaderamente importante en la vida depende de la persona que cada uno es.

Sin embargo, la llegada de Gabriele me ha hecho plantearme nuevas cuestiones en torno a la identidad sexual y las diferencias de género. Se dicen muchas cosas sobre los niños y las niñas: que los niños son más inquietos, que las niñas hablan antes y se fijan más en las personas, que a los niños les gustan más los juegos de armar y desarmar y están más pendientes de los objetos (a veces también se puede leer una cosa y su contraria).

Mi impresión, a lo largo de este tiempo con mi hijo y a través del contacto que he tenido con otros niños de su edad es que, una vez más, son cosas que dependen más de cada niño concreto que del sexo: creo que es muy difícil hacer ese tipo de generalizaciones. Aunque supongo que personas que tengan un contacto sostenido en el tiempo con una gran cantidad de niños pequeños (maestros, por ejemplo) pueden expresar una opinión más fundada al respecto.

En cualquier caso, en lo que nos atañe como padres, desde que los niños son muy pequeños tenemos que tomar decisiones en torno a su educación en los que la futura identidad sexual está presente. Creo que el caso más significativo es el de los juegos. Gabriele ya empieza a jugar: tiene coches, pero también escoba, fregona, y un muñeco. ¿Deben los niños jugar con muñecos?, ¿cocinitas?, ¿aspiradores o planchas? La pregunta acerca de si las niñas han de tener coches o maletines de mecánico me parece menos pertinente, pues creo que somos, en general, mucho más permisivos en esto con las niñas.

Cuando los bebés empiezan a desarrollar el juego de imitación, en el que tratan de emular las acciones de los adultos (sobre todo de papá y mamá), se plantea la cuestión de los roles que cada uno desempeña, y cuáles deberían ser asumidos por el niño o niña. Creo que la identidad sexual se forja también a través del juego. ¿Pero esto excluye el que un niño juegue con muñecos? Gabriele tiene un bebé al que quita el chupete y da de comer, como muchas veces hace papá con él. Le gusta jugar a meter y sacar cosas del lavavajillas, cosa que nos ve hacer a ambos, y no me extrañaría nada que dentro de un tiempo tuviera una cocinita (tampoco está aprendiendo que cocinar sea cosa de mujeres…).

Los juegos que tradicionalmente se han considerado de niñas (muñecos, tareas domésticas, maestros, papás y mamás) tienen que ver con la cotidianeidad, con lo que sucede todos los días en una casa; conectan con la experiencia más directa de los niños. Y por eso creo que los bebés, cuando empiezan a jugar, se sienten inclinados a ellos independientemente de su sexo. Los padres deberíamos siempre alentar este tipo de juegos: a través de ellos nuestros hijos conocen el mundo, crean situaciones conocidas, comienzan a experimentar con su imaginación y reconocen el poder de los símbolos (una muñeca representa a un bebé, se hace con ella lo mismo que con un bebé, ¡y también un coche pequeño y manejable es como ese coche gigante que va por la carretera!).

Por suerte, todas las personas que conozco son muy abiertas en este punto. Los niños de entre uno y dos años con los que trato juegan todos a las mismas cosas, independientemente de su sexo. ¿Pero qué ocurrirá después? Recuerdo que, a lo largo de mi infancia, jugué mucho con mi hermano, dos años y medio menor que yo. A menudo, como era la mayor, lograba imponer mis juegos: la familia Corazón, la casita de muñecas, los peluches que iban a la escuela. Mi hermano aceptaba, pero siempre trababa de poner una nota de acción en todo aquello: ¡habían secuestrado al niño de la familia Corazón!, ¡un terremoto estaba destrozando la casa de muñecas!, ¡los peluches se rebelaban y lanzaban piedras a la maestra! El hermano de una amiga, que tenía la misma edad que el mío, atropellaba con sus coches a las Barriguitas. Por supuesto, nosotras nos enfadábamos mucho con tales actos de vandalismo hacia nuestros queridos muñecos, pero, nunca lo hubiera reconocido entonces, ¡también nos divertíamos con aquellos juegos!

Creo que es una suerte que los niños y las niñas crezcan juntos: en el colegio, y también en casa, si tienen la fortuna de tener hermanos de distinto sexo. Así como los juegos tradicionales de las niñas se basan en la simulación de la cotidianeidad, y su imaginación se desarrolla emulando situaciones ya conocidas, a los niños les animamos más a explorar lo extraordinario: viajes espaciales, barcos piratas, batallas entre grandes ejércitos, monstruos terribles que habitan en otros mundos. Yo también disfruté jugando a las guerras o a los mundos imaginarios, aunque solía tratar de reproducir en ellos ciertos esquemas ya conocidos: una familia de monstruos, una escuela en Marte, niños refugiados en la casita de muñecas rodeada de ejércitos… El espacio de confluencia entre todos estos juegos es muy grande. Creo firmemente que nadie, ni los niños ni las niñas, debería renunciar a emular lo ordinario ni a imaginar lo extraordinario. Ambas cosas son componentes esenciales de la vida. A los padres nos queda ayudarles a desarrollar su imaginación, una imaginación versátil, no excluyente, con la íntima convicción de que cuantos más roles hayan explorado en sus juegos infantiles más fácil les será, ya de adultos, vivir y actuar como personas libres.

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