¡NO!

El no, en todas sus variantes idiomáticas –“¡oh, no!”, “¡que no, que no!”– se ha convertido en una de las palabras más repetidas por Gabriele. A veces va acompañada de un ceño fruncido y un gesto de niño enfadado; otras, con una entonación burlona, se confunde con la risa; en ciertas ocasiones se trata de un no enérgico y poderoso, con el que intenta imponer su voluntad. En todos los casos, es un signo de poder y trata de marcar una distancia: expresa una rabia y una independencia. Puede parecer que el niño disfruta diciéndonos que no, o que lo hace para medir sus fuerzas, y también que a menudo se queda atrapado en su propia ambivalencia. Mucho se ha escrito sobre cómo manejar la oposición y las rabietas de los niños de dos años, pero no tanto acerca de lo que sienten los padres en esta etapa, y lo que pueden descubrir de ella.

Está claro que la insistencia en el “no” y en el “yo” se enmarca dentro del proceso de diferenciación, la necesidad de afirmación de la propia identidad y el egocentrismo en que viven los niños a esta edad. Haríamos mal en pretender otra cosa de ellos (desinterés, modestia, aquiescencia), pues sería como pedirles algo que aún no pueden darnos y, en ese sentido, propiciar una actitud de fingimiento o una clase de autocontrol para el que aún no están preparados. Pero eso no significa, por supuesto, que podamos dejar a los niños hacer todo lo que quieran. Sin límites, el niño bracea y se ahoga en una carrera infinita por la satisfacción de sus deseos, que parecen nunca colmarse si no cuenta con un espacio que los delimite y los contenga.

En contra de las teorías que propugnan que la mejor estrategia para lidiar con la oposición de los niños es ignorarlos u obligarlos por la fuerza, pienso que, siempre que sea posible, habríamos de respetar su “no” y reconducir la situación con cierta mano izquierda. Cuanto menos entremos en confrontaciones directas, mejor; no deberíamos mantener un tour de force con nuestros hijos, o al menos hacerlo pocas veces. A fin de cuentas, está muy claro quién puede más, nosotros lo decidimos casi todo por ellos: sus actividades, sus horarios, el tiempo que pasamos juntos… Creo que darles la oportunidad de que elijan algunas cosas: qué comer, qué ropa ponerse, qué juguete llevar al parque, siempre dentro de unos límites, puede suavizar esta actitud desafiante. Algunos me dirán que es justo lo contrario, que a los niños les das una mano y te cogen el pie, y quizá tengan razón a corto plazo, pero pienso que a la larga un niño que no ha visto completamente reprimidas sus iniciativas estará mejor dispuesto para tomar decisiones de forma responsable.

niña enfadada

Y sin embargo, por mucho que hayamos reflexionado o leído, hay momentos en que todo se descontrola, y no es fácil mantener la calma y la cabeza fría con un niño que te dice que no todo el tiempo. A mí a menudo me afecta. Como si mi hijo invadiera mi mente con su rabia, sus angustias y sus malestares, como si cuidar de él consistiera a veces en dejarse poseer. Tengo entonces la sensación de empezar a razonar como una niña de dos años, de experimentar miedos atávicos que serán, quizá, los mismos por los que esté pasando mi hijo: “¿me dejará de querer?”, “¿por qué de repente es malo conmigo?”, “¿por qué ya no me concede siempre su atención y sus sonrisas?”. Muy rápido otra parte de mí avisa de que soy adulta, ¡yo soy la madre!, y no puedo permitirme ponerme al mismo nivel que mi hijo. Y al mismo tiempo me acuerdo de las brujas y las hadas de los cuentos infantiles, de esa ambivalencia entre la madre mala y la madre buena, la que quiere y la madrastra que abandona a sus niños, y pienso que a lo mejor la fragilidad en que a veces me sume Gabriele no sea más que un reflejo de la suya propia. Después de un enfado, nuestra reconciliación está llena de ternura, pues en ese preciso momento nos vemos los dos con la debilidad en la piel, con el miedo al desamparo y la mirada desvalida. Trato de hacer de madre e infundir seguridad (“no pasa nada, ha sido sólo un enfado, nunca te voy a dejar de querer”) al mismo tiempo que le ofrezco mi propio pesar en la otra mano.

Así, creo también que a veces Gabriele me desafía porque siente que eso le otorga un poder sobre mí. Es lo que la mayoría de la gente llama “manipulación infantil”: “no le hagas caso porque si no te manipula”. Pues bien, aquí, como en casi todo, me parece que la virtud está en la medida. Una vez establecidos unos límites, pienso que no es malo, y que incluso es necesario, que un niño pequeño sienta que tiene un cierto poder sobre su madre. Que si descarga sobre ella su rabia obtiene una reacción; que la madre no es de piedra, que puede enfadarse, pero también apenarse por él, cuidarle, contenerle; que lo que él dice y hace, a fin de cuentas, la “afecta”. Esa es, al final, la prueba del afecto que su madre siente por él. Y nos confundiríamos si pensáramos que alguna relación humana, máxime una relación amorosa, está exenta del deseo de poder: deseo de controlar al otro, de ser el único centro de su atención, de influir en sus actitudes y decisiones, etc. Nuestros hijos nos aman, y como tal, necesitan comprobar que tienen, sobre nosotros, algún tipo de poder. No deberíamos esconderlo, creo que es mejor enfadarse con un niño que aprender a ignorarlo en sus momentos de rabia, como tantos propugnan.

Querría escribir, finalmente, unas líneas sobre el hecho de que cada madre conoce mejor que nadie a su hijo. Si bien la oposición y las rabietas pueden ser normales a esta edad, comienzan a no serlo cuando exceden ciertos límites. Cada una sabe dónde está, para su niño, ese límite. Puedo afirmar que cada vez que Gabriele ha tenido un aumento excesivo de este tipo de reacciones es porque estaba enfermo. Conviviendo con un niño, es fácil darse cuenta de que expresan su malestar de una forma distinta que los adultos: con inquietud, irritabilidad, rebeldía, rabia, “mal comportamiento”. En esos casos no basta con actuar “como siempre”: creo que se necesita una mayor cercanía que propicie que aflore la ternura. El malestar del niño está buscando un refugio: él nos pide, a menudo sin palabras, que lo aliviemos y lo hagamos nuestro.

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