El embarazo termina un día, en unas horas, de forma abrupta, y todo lo que sucedió durante esos nueve meses pasa a formar parte del pasado; incluso, diría yo, de un pasado al que no es fácil acceder con la memoria. Y no me refiero con esto a que no recuerde lo que sucedió en aquel tiempo (pensamientos, hechos, días, viajes) sino a que se vuelve muy complicado volver a experimentar las mismas sensaciones y los sentimientos asociados a ellas: ese regalo que tantas otras veces nos hace la memoria. Tratar de regresar al cuerpo transformado, aquel en cuyo interior un niño crecía, deviene una tarea imposible desde los primeros días tras el parto. Por ello, pensar el embarazo, no estando embarazada, resulta extraño, escurridizo, siempre un poco decepcionante. Como si una supiera que todo lo que le ha quedado de ese tiempo en realidad no es nada en comparación con lo que fueron aquellos meses; como si hubiera de rendirse ante la fatalidad de haberlos perdido en un pasado casi remoto, del que pocas cosas se saben.
Lo más sorprendente, sin embargo, es que, tras haber conocido al niño que vivía en mi vientre, el recuerdo de mi embarazo comenzó a ser una prolongación de él. A las pocas horas de nacer miraba a Gabriele y me decía: ¿eras tú quien estaba ahí dentro? A los pocos días comenzó a invadirme la incredulidad, y la aventura del embarazo se volvió, desde entonces, igual de misteriosa que antes de haberla vivido.
Me doy cuenta de que los recuerdos que tengo ya no me transportan a aquel lugar en el que todo era espera e incertidumbre. Al igual que la memoria de la infancia tantas veces es una creación del adulto, incapaz de vivir y sentir como un niño, mi embarazo se convirtió, muy pronto, en la primera parte de la historia de Gabriele, aquel bebé que ya veía y tenía en mis brazos. Desapareció, entonces, cualquier forma de extrañeza, y todo empezó a llevar la señal de su rostro. “Aquí vinimos cuando Gabriele estaba en mi barriga”, “¡Durante el embarazo de Gabriele comí tantos helados!”, “el día en que Gabriele se decidió a salir…”. Mientras estaba embarazada era todo mucho más confuso. No veía a Gabriele, no sabíamos quién era aquel bebé sin nombre (aun cuando ya habíamos decidido cómo se llamaría, nos referíamos a él como “niño”, “bebé”, pero nunca le decíamos Gabriele).
Recuerdo que, unas semanas antes del parto, el padre de Gabriele empezó a ponerse un poco nervioso. Hablábamos mucho de lo que estaba a punto de suceder, de cómo en realidad a los dos nos costaba entenderlo. Y, yendo hacia el cuarto de nuestro niño, en el que teníamos ya todo preparado para su llegada, él me decía: “si te das cuenta, está todo vacío: la cuna, el cochecito, su ropa… todo preparado y todo aún vacío”. Me invadió a mí también esa sensación de vacío, sobre todo porque no entendía que fuera a dejar de estar embarazada (aprendí de todo esto que uno vive, en cada momento de la vida, con el cuerpo que tiene, y que es casi imposible hacerse a la idea de que ese cuerpo vaya a transformarse).
Me atrevería a decir que el embarazo es el lugar de esa espera, de una plenitud que es a la vez vacío; el lugar del asombro, de la ilusión, pero también, y quizá más que ninguna otra cosa, de la incredulidad y la extrañeza. A veces pienso que durante los nueves meses de embarazo nos dedicamos a abrir un espacio en nuestras vidas: un vacío que nos atrae y nos inquieta, y que deseamos ofrecerle a alguien que no tiene lugar en el mundo.
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