RESPETAR LA INFANCIA

Muchos adultos tienen grandes dificultades para acercarse al mundo de los niños: mirarlos con ojos limpios, entenderlos, disfrutar con ellos y, sobre todo, ponerse en su lugar. Tener hijos ofrece una oportunidad única para conseguirlo, pues normalmente el amor que sentimos hacia nuestros niños despierta el deseo de comprenderlos, alienta enormes esfuerzos por saber lo que necesitan, y aguza nuestra intuición y nuestra curiosidad. No creo que ninguna otra experiencia en la vida tenga tal poder para desarrollar la empatía, la conciencia del otro, la capacidad de expresión y de comunicación, la memoria y la imaginación. Al mismo tiempo, estoy convencida de que los adultos que son sensibles a los otros y capaces de ponerse en su lugar se lo deben en gran medida a unos padres que supieron comprender a los niños que fueron, que pusieron palabras a sus emociones, y que respetaron su infancia.

Hay siempre un misterio ligado a la infancia: el misterio de nuestra propia infancia. La imposibilidad de acercarnos verdaderamente a quiénes éramos cuando teníamos otro cuerpo, creíamos en la magia, apenas hablábamos, o acabábamos de llegar a un mundo desconocido. Los niños tienen el poder de descubrirnos el camino de vuelta a ese lugar de los secretos que, como todo secreto verdadero, nunca será desvelado. Pero para ello, para que puedan guiarnos, debemos observarles, escucharles, ver por sus ojos, saber interpretar sus sentimientos. Y muchas veces no es fácil. La maternidad puede llegar a resultar extenuante en ciertos momentos, y por eso tan a menudo buscamos respuestas simples a problemas que no entendemos: si un niño llora por la noche y no nos deja dormir, es que es un consentido y hay que dejarlo llorar; si tiene muchas rabietas es que nos quiere manipular; si no nos obedece es porque nos quiere molestar. En realidad no sabemos lo que está sucediendo, y lo más triste de todo es que quizá hayamos renunciado a seguir haciéndonos preguntas.

Los padres somos imperfectos y, por supuesto, hay momentos en que no sabemos ser tan finos, tan empáticos, tan sutiles en nuestras interpretaciones de lo que ocurre. En la mayoría de los casos, ni siquiera podemos estar seguros de haber comprendido bien qué les pasaba a nuestros hijos. Pero esa inseguridad, esa duda, la curiosidad constante y la asunción de que los niños, por pequeños que sean, son personas con una vida psíquica y un mundo interior constituyen la base de la buena educación.

Desde que tengo este blog he recibido gran cantidad de correos electrónicos con publicidad de distintas marcas, productos infantiles, o informaciones varias sobre la crianza. De todo un poco. La mayoría de estos mensajes son inocuos, publicidad sencilla y sin dobleces. Pero hay algunos que me han producido una gran inquietud: aquellos que ofrecen supuesta información sobre trastornos mentales infantiles y la forma de tratarlos. El tema estrella es el famoso Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH). Me han llegado correos electrónicos de diversas empresas y medios de comunicación explicando que “afecta a uno de cada cinco niños”, “el tratamiento farmacológico ha de ser la primera elección en el 90% de los casos”, “si no se trata desemboca en delincuencia y drogodependencia” y “es esencial diagnosticarlo e iniciar el tratamiento antes de los cuatro años”.

Como no soy psiquiatra ni psicóloga, hasta ahora no me había atrevido a escribir sobre el tema, pero en esta última semana un hecho me ha llevado a cambiar de opinión. He comenzado a trabajar con adolescentes, como profesora en un colegio. Mi contacto con los alumnos me ha traído muchos recuerdos de mi propia adolescencia, de la dificultad para construir una imagen de uno mismo, de la vulnerabilidad ante la mirada de los otros, de la necesidad de sentirse normal, parte del grupo, y de la tendencia a pensar que uno era raro, distinto, o que a veces estaba fuera de lugar. Intuyo que muchos de mis alumnos tienen esas mismas preocupaciones, y por eso me quedé estremecida cuando, en una clase con niños de doce y trece años, al pedir a los alumnos que me contaran en inglés algo de sí mismos, dos chicos respondieran sin dudarlo: “soy hiperactivo” (ante mi sorpresa, uno añadió: “es algo que me pasa en el cerebro”).

No sé si las personas que han convencido a esos niños, con tanto éxito, de que son hiperactivos, se han parado a pensar en el efecto que tal diagnóstico puede tener en sus pequeñas cabezas. ¿Se han sentado a reflexionar y han tratado de imaginarse de qué modo esas palabras podrían afectar a la construcción de su personalidad, al concepto que tienen de sí mismos, o qué clase de conflictos pueden yacer bajo esos síntomas? Si no lo han hecho, convendría recordar que ignorar la subjetividad de las personas no hace que las personas no tengan subjetividad. Negar el valor simbólico de las palabras y los hechos no conduce a una desaparición del símbolo. Los símbolos resuenan tanto si los queremos ver como si no.

Tengo un gran amor por la psicología. En el caso de los niños, creo que debería ayudarnos a estar siempre de su parte: es decir, a ponernos en su lugar, comprender lo que sienten y desean, a quererlos como son. Por eso me resulta especialmente escandaloso que, en ocasiones, desde el ámbito de la psicología y la psiquiatría se pierda por completo la perspectiva de lo que es un niño, y se adolezca de tal falta de empatía. En la reciente edición del manual que se utiliza para diagnosticar los trastornos mentales (DSM-V) aparece un nuevo trastorno infantil denominado “Trastorno de desregulación disruptiva del estado de ánimo”, cuyo principal criterio diagnóstico es que un niño presente al menos tres veces por semana durante más de un año episodios de rabietas e irritabilidad. Según cómo se entiendan tales episodios, la mayor parte de los niños de dos años podrían padecer este nuevo trastorno mental; y un buen número de niños de otras edades también. Bastantes voces se han levantado expresando este peligro. Os dejo la respuesta que he encontrado en el blog Pediatría basada en pruebas, con un video de la campaña “La infancia no es un trastorno mental”.

Ser niño no es fácil. Los bebés llegan a un mundo que no conocen, son completamente dependientes, y muy rápidamente (con una rapidez vertiginosa) van conquistando autonomía, comprenden mejor la realidad y establecen vínculos emocionales muy intensos con sus cuidadores. Se enfrentan a cambios y descubrimientos cada día, no saben cómo expresar emociones que les superan, aman y temen ser abandonados. No entienden por qué se les prohíbe algo: desean imponer su voluntad y desean ser aceptados por nosotros. Todo ello les genera grandes ambivalencias. Aún así, la mayor parte de los niños, aunque presenten algunos síntomas transitorios, crecen de forma más o menos sana. Hasta los niños más equilibrados tienen rabietas, a veces rechazan la comida, sufren pesadillas nocturnas o puede que se hagan pis en la cama. Cada niño es una biografía, una historia real e imaginada, un conjunto de conductas y un mundo interior. Los niños que tienen algún tipo de problema, los más vulnerables, se merecen toda la atención y todo el respeto: hacia su individualidad, hacia sus necesidades como niños, tratando de no confundir nunca lo que necesita el niño con lo que los adultos desean que sea. Creo que lo último que les hace falta es una etiqueta con un diagnóstico que tengan que llevar a todas partes.

Los adultos tenemos la responsabilidad de cuidar de los niños; en primer lugar de nuestros hijos, pero no sólo de nuestros hijos. Me parece que la explosión de diagnósticos psiquiátricos infantiles no es únicamente una cuestión técnica o médica, sino que se merece un debate social. Cuidar de un niño es ayudarle a que crezca y desarrolle sus capacidades, la conciencia de sí mismo y de los otros, a que construya una imagen positiva de sí y se acepte como es. Es también entender que la educación es una tarea larga y cansada, que requiere toda nuestra energía, dedicación y empatía; que a veces no es fácil. Cuidar es saber que los niños sufren, y que su sufrimiento es real. Protegerlos de su sufrimiento es, a menudo, ponerle palabras, aceptarlo y contenerlo. Quienes cuidamos de algún niño debemos aceptar, sobre todo, que no lo sabemos todo sobre ese niño: que como persona que es, hay algo incomprensible e irreductible en él. Hemos de asomarnos a ese misterio y respetar que es un misterio. Estoy convencida de que ese es el único camino para ayudar verdaderamente a un niño que lo está pasando mal. Y por alguna razón nos estamos perdiendo en esta tarea. Y quizá la nueva edición del DSM no sea sino un síntoma de nuestra insensatez. Quienes trabajan con niños deben, ante todo, respetar la infancia. Verla como un tesoro precioso que se ha de contemplar y proteger.

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