SOBRE EL ABORTO

A decir verdad, hubiera preferido no escribir nunca sobre el aborto. Me parece un asunto demasiado triste y complejo, lleno de aristas oscuras, de dudas y de sufrimiento. Y no es agradable pronunciarse acerca de algo así. El silencio me parece, en cierto modo, una forma de respeto: de respeto a lo que no se conoce, a los dramas humanos y a las motivaciones secretas de cada individuo. Y pienso que deberíamos detenernos en esa frontera, si no es para franquearla con nuestra escucha y nuestro silencio; absteniéndonos de juzgar lo que no sabemos. Pero hoy, a pesar de mis reticencias, he decidido escribir sobre el aborto porque lo que otras personas (nuestros gobernantes) están diciendo y haciendo hurta de forma insoportable mi sentido de la verdad, de la justicia, de la prudencia, del respeto al dolor ajeno.

No estoy en condiciones de afirmar a partir de cuándo se puede considerar que un feto es un ser humano. Pero, sinceramente, dudo que haya nadie que pueda pronunciarse con seguridad acerca de eso. Es un misterio. Y muchos me dirán que la ciencia ha avanzado muchísimo, y que se pueden hacer miles de pruebas muy precisas que indican lo que siente o no siente un feto. Pero yo repito, es un misterio. Lo que sucede en el vientre materno, por mucho que los avances científicos desvelen sus complejos mecanismos biológicos, es uno de los límites de nuestro pensamiento y nuestra experiencia. Y mucho me temo que seguirá siéndolo. Deberíamos partir de ahí: no sabemos.

Tras haber estado embarazada y haber amado al niño que llevaba en el vientre, reconozco que mi visión de muchas de estas cosas ha cambiado. Por un lado, me he convencido de que el momento del nacimiento, el parto mismo, representa una ruptura total, irracional si se quiere: y sí, el nacimiento es el inicio de la vida humana. No creo que se pueda equiparar, en ningún caso, la vida del “concebido” a la vida humana. Aunque eso tampoco significa que un niño que aún no ha nacido no sea nada.

Por otro lado, ahora sé que los sentimientos que alberga una mujer embarazada hacia su bebé desde el momento mismo en que se sabe embarazada son intensos, perturbadores, profundos donde los haya. Quizá también llenos de ambivalencias. Pero me cuesta mucho imaginar la indiferencia absoluta de cualquier madre. Por el contrario, puedo imaginar muchas otras cosas: el deseo inconsciente de tener un bebé que se da de bruces con una realidad que no es la adecuada; el pánico ante lo que se avecina; la no aceptación de la soledad y el abandono; la necesidad de querer dar a un hijo la mejor vida posible y no creerse en condiciones de hacerlo; incluso la repulsa ante el embarazo, por lo que este representa para esa mujer en concreto. Son todas cosas difíciles de vivir, y singularmente dolorosas. En cualquier caso nadie, desde fuera, está en condición de juzgar ninguna de ellas.

huevo

Y hay una situación que siempre se me ha antojado especialmente terrible: la de una mujer que, en medio de un embarazo deseado y quizá ya avanzado, descubre que su hijo tendrá graves anomalías y se ve inclinada a abortar por ello. Lo único que se me ocurre pensar es que espero que nunca me suceda. Y acto seguido imagino el desasosiego de esa madre, su terrible decepción, sus sentimientos de culpa, su miedo al sufrimiento, al dolor de su hijo, a la pérdida de autonomía, su rebeldía ante las injusticias del destino. Cada madre ha de encontrar su manera de sobrevivir a una prueba de este tipo. Y pocas cosas me resultan más repugnantes que el que alguien, sea quien sea, aproveche una circunstancia así para dar lecciones de moral y de ética.

Pero es que además estoy convencida de que, a título personal, es muy lícito estar en contra del aborto: algo como decir, “yo no abortaría, trataría de convencer de eso a mis familiares, a mis amigas…” Seguramente hay razones para pensar y actuar así. Legislar en contra del aborto es una cosa muy distinta: es culpabilizar, es ensañarse en el dolor ajeno, es juzgar lo que no puede ser juzgado, es coaccionar, imponer, tratar a las mujeres como potenciales desaprensivas e incapaces, delegar una decisión tan íntima, y que tanto afectará a la vida de otro, en jueces y psiquiatras que nada tendrán que ver después con ella. Es, sobre todo, el triunfo de la hipocresía, de las desigualdades sociales, del tutelaje sobre la vida de los individuos libres: el triunfo del cinismo, que es, sin duda, la especialidad de nuestros gobernantes.

A veces pienso que el mundo iría mucho mejor si las personas tuvieran más imaginación. La mezquindad es una incapacidad para salir de uno mismo, de tres o cuatro convicciones simples, no pudiendo imaginar lo que sienten y piensan los otros. Quien de verdad imagina puede sentir placer o angustia por lo que no ha pasado. Y así se aprenden muchas cosas de la vida, quizá tantas como viviéndola. Hamlet, justo antes de morir, pide que alguien narre las principales circunstancias de su vida, y después pronuncia las célebres palabras: “Y el resto es silencio”. En esa zona de silencio quedan englobadas las pasiones humanas, las razones profundas, los deseos inconfesables o realizados. Y ahí debería estar también la vida prenatal, y la relación de cada mujer con su hijo no nacido.

Anoche soñé que Gallardón, en su empeño por justificar lo injustificable, citaba a Pier Paolo Pasolini y un bellísimo artículo que el escritor y cineasta italiano escribió posicionándose en contra del aborto. Me produjo una sensación de náusea, parecida a la que sentí cuando Aznar citó a Luis Cernuda, diciendo “donde habite el olvido” (y sin saber que en realidad estaba citando a Bécquer). Tanto Cernuda como Pasolini odiaban y despreciaban la hipocresía de personas como Aznar, Gallardón y los suyos. Pasolini decía que estaba en contra del aborto porque aquella lucha feminista se presentaba ante sus ojos como un producto del consumo, detrás de eslóganes del tipo “mi cuerpo es mío”. Yo, a estas alturas de la vida, tengo claro que, en un sentido profundo, mi cuerpo no me pertenece (¿acaso decido yo lo que hace y quiere mi cuerpo?) pero desde luego aún menos le pertenece a un político,  a un médico o a un juez. A eso le llamo yo violencia, violencia contra las mujeres, también. El artículo de Pasolini se titulaba “Non avere paura di avere un cuore” [No tengáis miedo de tener corazón], y creo que ese título, maravilloso, vale también para lo que sucede hoy en día, pues si una cosa me ha quedado clara, leyendo las reacciones al anuncio de la nueva ley del aborto por parte de los periódicos y comentaristas de la derecha, es que no tienen corazón.

 

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