Hay, en las familias, toda una serie de mitos en relación a los parecidos entre padres, hijos e incluso abuelos. Nada más que nace un nuevo niño, unos y otros se apresuran a comentar de quién tiene los ojos, la nariz o la forma de la cabeza; aparecen álbumes de fotos de bebés que pueden haber estado durmiendo en una estantería durante años, sólo esperando su momento de gloria, y proliferan las anécdotas que no hacen sino confirmar tales semejanzas. Pues según pasan los meses, los parecidos no sólo atañen al físico, sino también al carácter, los gustos, el modo en que el niño come o duerme.
De Gabriele, desde su nacimiento, se ha dicho un poco de todo, y algunas de esas historias las hemos repetido tanto que hemos llegado a creérnoslas. Cuando el bebé es muy pequeño es sencillo proyectar sobre él cualidades y gestos de otros, pero a medida que pasa el tiempo va adquiriendo una cierta autonomía que le permite comenzar a mostrar quién es, a través de una voluntad incipiente pero firme. Gabriele acaba de cumplir ocho meses y se encuentra ahora en ese estadio.
Pues bien, uno de esos mitos familiares nos hacía a todos suponer que Gabriele no gatearía. Su padre y yo no gateamos. Parece ser, siempre según los relatos, que nos quedábamos sentados sin movernos hasta que empezamos a incorporarnos y después a andar, alrededor del año. Gabriele comenzó a sentarse solo bastante pronto, unos días antes de cumplir los seis meses, pero no manifestaba en ese momento una gran predisposición al movimiento, lo cual no hacía sino confirmar los augurios: era como nosotros, no iba a gatear. Sin embargo, empezó a pasar el tiempo y con él cambiaron muchas cosas: giros, vueltas, infructuosos intentos de reptar hacia delante (yéndose para atrás), y de repente: ¡parece que Gabriele va a gatear! No gatea muy bien todavía, más bien avanza a rastras, pero la progresión no deja lugar a dudas, está muy claro hacia dónde se dirigen sus logros y sus esfuerzos.
Algo ha cambiado desde que Gabriele ha aprendido a desplazarse. Creo que el movimiento le ha dado una nueva noción de sí mismo y han surgido las primeras muestras de su voluntad y su autonomía. Cada vez sabe más lo que quiere y se enfada si se lo quitan, rechaza lo que no le gusta, muestra su preferencia por unas u otras personas. También el hecho de que haya empezado a gatear (o casi) nos ha mostrado a nosotros que no es esa prolongación de sus padres que tantas veces creímos. Para mí el cambio es especialmente crítico: la fusión entre la madre y el bebé durante los primeros meses de vida representa una experiencia intensa, sorprendente, que cuesta dejar atrás. La identificación absoluta de aquellos tiempos ha dado paso a un niño que cada vez más se afirma y se define, que comienza a saber de sí mismo y de los otros. Y yo no puedo dejar de sentir una mezcla de asombro y pena ante una evolución tan rápida, ante el encadenamiento de progresos que trazan un hermoso camino sin retorno.
A pesar de todo, creo que seguiremos pensando en los parecidos de Gabriele durante muchos años todavía. En el fondo, tal práctica sirve para inscribir al recién llegado en un grupo, en una historia, para hacerle un lugar en el relato familiar. Sólo hay un peligro: caer en la imposición o en el narcisismo de quien disfruta pensando que su hijo se parece a él (igual en lo bueno que en lo malo), hasta quizá acabar forzando ese parecido. Como tantas veces en la vida, la solución estriba en saber jugar: jugar a que el bebé es como papá, como mamá, como el tío o el abuelo, o como ningún otro miembro familia; darle la oportunidad de que se reconozca en nosotros y también de que se reconozca como otro. Abrirle las puertas de un mundo que para él es nuevo y ofrecerle a la vez un relato y un pasado: para que a partir de ellos pueda, desde la libertad que irá conquistando, contar y construir su propia historia.
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