SUEÑO Y REALIDAD

Esta noche Adriano ha aparecido a las tres de madrugada en nuestra habitación. Se acerca a mi lado de la cama y se cuela dentro con sigilo. Hay veces en que consigue casi no despertarnos, pero anoche se acurrucó junto a mí y me contó que tenía mucho miedo por una pesadilla, porque había “en su pensamiento” unos hombres muy malos que querían matarle. Le contesté que había sido un sueño, y él me dijo que los sueños no son reales, que están solo en el pensamiento, pero que cuando uno duerme parecen reales.

Ya por la mañana, me acordé de un día en que, recién cumplidos los tres años, participaba en un domingo sin coches por el centro de Madrid. Adriano iba con una pequeña bici sin pedales por el Paseo del Prado y de pronto se paró en seco mirando hacia el suelo y me dijo: “Hay truenos”. “¿Truenos?”, le contesté un tanto incrédula, pues la mañana era soleada. “Sí”, me respondió él: “En el suelo”. En efecto, se veían varias grietas en el asfalto que se asemejaban a truenos (o, mejor dicho, a relámpagos). “Es verdad, parecen truenos”, asentí, y él me respondió convencido: “Lo parecen, pero no lo son”.

Al asociar estos dos instantes en mi cabeza emergió con fuerza la idea de que la distinción entre la realidad y la apariencia (tal y como se presenta en el juego infantil) y entre la propia mente (pensamientos, fantasías, sueños) y el mundo externo son dos caras de una misma moneda. Los niños pueden manifestar desde muy pequeños un interés por sus pensamientos e imaginaciones, y preguntarse hasta dónde llega su “verdad”. Tengo la sensación de que la pregunta acerca de la verdad es la que preside muchas de estas reflexiones. No en vano, cuando se refieren a los elementos propios de un juego (muñecos, cochecitos, comiditas) a menudo los definen como “de mentira”. Como si hubieran asumido las ideas de Artistóteles cuando, en su Metafísica, titula un capítulo “La apariencia no es la verdad”, y escribe: “Si todo lo que pensamos, si todo lo que nos parece, es la verdad, es preciso que todo sea al mismo tiempo verdadero y falso”. En la mente de un niño, con una comprensión del mundo y un sistema moral incipientes, las cosas no pueden ser a la vez verdaderas y falsas.

El juego representa un espacio del que se puede entrar y salir, en el que todo puede ser verdadero o falso, bueno o malo… a condición de cambiar las reglas que lo rigen. Cuando los niños conocen la puerta que comunica la realidad con el juego, cuando son capaces de atravesarla a su antojo en ambos sentidos, este se convierte en un espacio seguro y fascinante, dentro del cual se puede pensar. Hace un tiempo, Adriano me puso en la mano un palo y me pidió que jugara con él. Yo, que había estado distraída momentos antes, no sabía de qué juego se trataba y le pregunté que para qué me daba ese palo, a lo que él respondió con indignación: “¡Mamá, es un palo, pero estoy jugando a que es una varita mágica!”. Y esta misma mañana, al poco de despertarse, se fue a ver a su abuela fingiendo que era un gatito. Ella le dijo, con ironía: “No eres un gatito, eres mi nieto Adriano”. Y Adriano contestó, aunque con voz de animalito: “Sí, soy Adriano, pero estoy jugando a ser un gato; ¡juega conmigo!”.

Siempre me ha llamado la atención el uso del llamado imperfecto lúdico o de fantasía, una marca gramatical que nos indica en qué mundo estamos y que los niños utilizan a la perfección tan pronto como dominan el sistema verbal del lenguaje. Un día sorprendí a mis hijos diciéndose: “¿Jugamos a que éramos hermanitos?”, y no pude por menos que sonreírme al ver que querían jugar a ser lo que ya eran, pero de otro modo, pues aquellos hermanitos eran huérfanos y estaban metiendo sus objetos más preciados en una caja de cartón para llevárselos al bosque.

En realidad, todos jugamos a ser nosotros mismos. Nos creemos parte de una realidad que apenas cuestionamos, si esa puerta que comunica con el juego y el sueño se cerró al final de nuestra infancia. No puedo dejar de citar los célebres versos de Calderón de la Barca en este punto:

Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.

La conclusión de Calderón, que “ninguno lo entiende”, resume lo esencial de la cuestión: el grado de obnubilación en que viven muchas personas al contemplar solo la realidad –lo que creen que es la realidad– y asumirla de forma acrítica. La ficción es esencial para desentrañar la realidad, para no dejarnos llevar por otro tipo de apariencias. Y me inclino por pensar que la mente infantil está a menudo más cerca de este tipo de comprensión. No porque los niños no distingan entre la realidad y la fantasía, como suele pensarse, sino precisamente porque las transitan ambas con igual dedicación y, sobre todo, conocen los puentes que las comunican. El llamado “pensamiento mágico” infantil no reside en la imposibilidad de separar los sueños de la realidad, los pensamientos de los hechos y la verdad de la apariencia; no es estar en un caos amorfo en el que todo se mezcla. La mayoría de los niños no viven en ese caos ni creo que se trate de un estadio característico de la infancia. Muy al contrario, el pensamiento infantil es una llave. Una llave que abre puertas, que comunica estancias, que cuestiona lo real y entra con fruición y seria dedicación en el universo de lo fantástico.

La idea que domina nuestra cultura es la de que los niños son proyectos de adultos que necesitan ir madurando. La propia noción de desarrollo parece referirse a un lento camino de perfeccionamiento. Al crecer, sólo mejoran, se vuelven cada vez más capaces de aprender, de pensar, de trabajar, de ser autónomos e independientes… Y poco a poco dejan de jugar. Creo que aún estamos lejos de aceptar y entender la complejidad de la mente infantil, con sus particularidades y sus valores, sin considerarla una variante imperfecta del discurrir adulto.

A partir del momento en que los niños adquieren los rudimentos del lenguaje (es decir, muy pronto) acceden a un universo simbólico que les permite medirse con la metáfora, el fingimiento, el lenguaje figurado, la posibilidad de atesorar sus propios recuerdos. El misterio de la amnesia infantil, por ejemplo, continúa siendo en gran medida un misterio, dada la complejidad de operaciones mentales que puede realizar un niño de cuatro o cinco años. No en vano, observamos que la mayor parte de los niños de esta edad son “pequeños poetas”, capaces de formular metáforas sorprendentes en su vida cotidiana –si les escuchamos y damos valor a lo que dicen. Y también conocen la idea del secreto, de la privacidad mental, y pueden hasta jugar con ella. Un día Adriano estaba muy irritado y le pregunté qué le pasaba. Me contestó que era un secreto. Lo acepté como tal, y le fui hablando de otras cosas, pero cada pregunta terminaba con que la respuesta era un secreto. Al final le dije: “¿Hay algo que no sea un secreto?”. Y él me contestó: “Tu corazón. Solo los corazones no son un secreto”. Desde luego, no entendí lo que me quería decir, ni él fue capaz de explicármelo (la explicación también resultó ser un secreto), pero sus palabras se me quedaron grabadas como pregunta.

Recuerdo un día de mi infancia en que mi hermano y yo jugábamos con mis padres en el salón de mi casa a que éramos una familia perdida en medio del Polo Norte. Hacía mucho frío, y apenas teníamos víveres. En un momento mi padre se tumbó en el suelo y empezó a decir: “¡Hijos míos, dejadme, no puedo avanzar más, pero vosotros debéis continuar y salvar vuestra vida! ¡Huid, dejadme aquí!”. Mi hermano y yo tratamos de convencerle de que no podíamos abandonarle y nos metimos tanto en la escena que acabamos los dos llorando. Entonces mi padre se levantó y salió del juego. Alguien interpretaría que lo que sucedió es que nosotros, como niños que éramos, no distinguíamos la realidad del juego. Pero sospecho que la verdad es más sutil, menos clara. Por supuesto que sabíamos que estábamos jugando, pero el juego nos arrastraba del mismo modo que nos emocionamos a veces leyendo un libro o viendo una película; no porque no sepamos que es ficción, sino porque la ficción nos atrapa: habla de nosotros mismos, nos sitúa frente a nuestros más remotos deseos y temores. Los niños poseen, casi de forma universal –y eso es lo maravilloso–, esa capacidad para conectar con sus más profundos secretos a través del juego, del sueño y del relato. No banalicemos su dedicación, sus emociones, su libertad. Yo sospecho que pasaré el resto de mi vida tratando de comprender por qué “solo los corazones no son un secreto”.

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