TEORÍAS SOBRE CÓMO EDUCAR (I)

Hace unos días un familiar mío coincidió en un acto con el famoso doctor Estivill, autor de diversos libros en los que se expone un método para enseñar a dormir a los niños. A sabiendas de que yo, en principio, soy bastante reacia a dejar llorar a Gabriele (me afecta y me puedo llegar a sentir muy culpable si no le atiendo rápido), me trajo la última publicación del famoso educador del sueño: ¡A dormir!, para que le echara un vistazo.

Una vez en mis manos, pensé que quizá podía aprender algo de ese método infalible, no para emplearlo a rajatabla (no soy una persona muy disciplinada y siempre he pensado que uno no debería exigir a sus hijos aquello que él mismo no es capaz de hacer), sino para dar –nunca se sabe– con alguna pauta útil. Primer error: me doy cuenta de que el libro tiene pinta de manual de instrucciones y que la primera de todas ellas es que hay que seguir lo que allí se dice al pie de la letra. Si no, se augura un estrepitoso fracaso. Aun así, sigo leyendo. Resulta que todo lo que se plantea es científico y está clínicamente probado (desde que nació Gabriele he descubierto una cantidad indescriptible de productos y métodos milagrosos cuyas variopintas propiedades se anuncian como “científicamente probadas”).

Pero en fin, decido seguir leyendo. ¿Qué ocurre si un niño no duerme bien? Se perfila una catástrofe: su desarrollo se retrasa, puede sufrir todo tipo de síndromes e incluso provocar que sus padres se divorcien. ¿Pero qué es dormir bien? Ante todo, que el niño se duerma solo y no se despierte en toda la noche. Interesante, pensé. Gabriele reclama mi presencia al lado de su cuna para dormirse y todavía suele despertarse una vez de madrugada. Y he aquí que encuentro, encuadradas y en negrita, una lista de las cosas que NUNCA se deben hacer, pues tendrían consecuencias nefastas para el aprendizaje: cantar canciones, acunar al niño en los brazos, moverlo en la cuna, darle la mano, pasearlo en el cochecito, tocarle o dejar que te toque el pelo, darle golpecitos o acariciarle, darle el pecho para que se tranquilice, meterlo en la cama de los padres, darle agua. ¡Y resulta que yo las he hecho o hago todas excepto darle agua! (y eso porque aún no toma agua). Decidí entonces abandonar la lectura, dado que –me dije– ante tan desastrosa actuación por mi parte, la cosa no debía de tener remedio, y ya de perdidos al río… Pero antes me llamó la atención una frase: se desaconseja hacer ninguna de esas cosas porque después habría que retirarlas de la rutina del niño, con una fuerte resistencia por su parte.

Tras una incursión por distintos foros de internet (de esos que abogan por la crianza natural, el colecho, y la lactancia materna hasta que el niño se destete solo, de los que hablaré otro día), resulta que el método Estivill, científicamente probado, podría ser el causante (según otros tantos estudios igual de científicamente probados) de todo tipo de traumas de funestas consecuencias para el desarrollo infantil. ¿De verdad un bebé puede quedar traumatizado de por vida porque sus padres lo dejen llorar un rato en la cuna? No lo tengo muy claro. Si uno aplica ese tipo de entrenamiento (casi adiestramiento) para enseñar a dormir a un niño, no hay nada que obligue a pensar que vaya a quedar traumatizado.

Sin embargo, tampoco pienso que sea bueno hacerlo. De hecho, yo no lo hago. ¿Y por qué? No creo que algo tan sutil y complejo como la educación de los niños pueda resolverse apelando sólo al paradigma salud/enfermedad, normal/patológico. Los niños viven y crecen a través de experiencias que son más o menos ricas, más o menos placenteras, y que irán forjando, a lo largo del tiempo, sus deseos y su carácter. Es evidente que todas las acciones que el doctor Estivill proscribe son placenteras para el niño, y por eso los padres tienen tendencia a realizarlas; también es cierto que poco a poco tendrán que ir eliminándolas, a lo cual el niño se resistirá, lo que podría ser una fuente de conflictos. ¿Consiste la educación en evitar los conflictos? ¿Es mejor para un bebé no haber sentido nunca el placer de dormirse sobre el pecho de su madre, o haber vivido esa experiencia y verse privado de ella más tarde? No amamantar elimina, en gran medida, el problema del destete, así como no acariciar, besar ni dar la mano a un niño en su cuna lo hará sin duda más independiente a una edad más temprana. ¿Pero es eso lo que queremos?

No me resulta fácil responder a esas preguntas, pero todas ellas me conducen a pensar en el intenso placer que sentía de niña colándome por las mañanas en la cama de mis padres. Recuerdo con nitidez el calor de mi madre. Me acuerdo, también, de las noches en que, durmiendo sola, ansiaba más que nada en el mundo que mi padre o mi madre se acostaran a mi lado y, como no era posible, me invadía el deseo de crecer y de encontrar a alguien para que me hiciera compañía en aquellas noches solitarias. Aún ahora, a menudo me cuesta dormir cuando el padre de Gabriele no está a mi lado. ¿No es bueno infundir a un niño ese deseo? ¿No es aconsejable mostrarle, en el principio remoto de su vida, que el momento de dormir puede estar lleno de calor y susurros y caricias? Es, sin duda, algo más arriesgado que seguir el método Estivill, dará lugar a mayores conflictos. ¿Pero no queremos enseñar a nuestros niños que en la vida, a menudo, merece la pena arriesgarse? Recuerdo ahora una frase de Hölderlin: “Allí donde está el peligro puede estar, también, la salvación”.

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