VIVIR EN LOS PRONOMBRES

Siendo estudiante de lingüística y filología oí muchas veces hablar de los pronombres: sus tipos, sus características morfológicas y semánticas, su función sintáctica… Nunca llamaron especialmente mi atención. ¿Qué es en realidad un pronombre?, ¿qué es lo que aporta a nuestra comprensión del mundo y a la propia lengua? Ha tenido que nacer Gabriele para que yo me haya planteado estas preguntas.

Los niños, cuando empiezan a hablar, no utilizan pronombres. Al principio no hablan de sí mismos, están más interesados en llamar a mamá o papá, en decir que no, o en pedir comida o agua. Cuando comienzan a sentir la necesidad de referirse a su persona suelen utilizar su propio nombre o alguna otra palabra con la que se oigan nombrar (“nene”, “niño”, “bebé”). Este último fue el caso de Gabriele, que empezó por llamarse a sí mismo “nene”.

Y así pasó un buen tiempo, hasta que un día, hace unos meses, en un restaurante, viendo que el camarero servía pasta a otro de los comensales, Gabriele se puso a gritar: “¡yo, yo, yo!”. Como imaginaréis, pronto se convirtió en su palabra favorita, a la que, unas semanas más tarde, le siguió un dulce “tú”.

La primera vez que oí a Gabriele decir “yo” me sorprendió comprobar que ya era una persona con plena conciencia de sí misma; la primera vez que me dijo “tú” lo sentí como una declaración de amor.

Pensando en el porqué de estas sensaciones, me di cuenta de que los pronombres personales, que en principio parecen una forma genérica de referirse a casi cualquier cosa, encierran, en realidad, el mayor conocimiento y la más absoluta intimidad. El nombre propio nos lo dan los otros, y podemos oír a distintas personas llamarnos de formas muy diversas: nos reconocemos en él, pero no deja de ser algo discontinuo, que viene de fuera, una apelación, un vocativo que reclama nuestra presencia. El “yo”, por el contrario, encierra el modo en que cada uno de nosotros se concibe a sí mismo: es una palabra que todos utilizamos, pero que para cada cual tiene una única referencia, singular y perpetua: la idea mental de nuestra propia identidad; seguramente, la construcción más original, penosa e imperfecta a la que nos entregamos, en cuerpo y a alma, a lo largo de la vida. El bebé, de hecho, nunca ha escuchado a nadie decir “yo” con el significado que él atribuirá a esta palabra: para adquirir este uso lingüístico tiene que hacer uso de su creatividad y de su propio concepto de sí. Cuando un niño dice “yo”, nos está diciendo: “existo”; se acerca ya a la sentencia de Descartes: “pienso, luego existo”. En algún momento llegará también a preguntarse: “¿quién soy?”, “¿por qué existo?”

Pronombres

Con el “tú” ocurre algo parecido, pero esta vez en relación al reconocimiento del otro. Los bebés, en sus primeros meses, no se sienten seres separados de la madre. Luego, poco a poco, y en gran medida a base de separaciones, reencuentros y frustraciones, aprenden que la madre es una persona a la que no pueden controlar con su pensamiento. Un día la llaman: “mamá”. Del mismo modo en que ella habla de sí misma: “mamá va a salir”, “mamá te quiere” (¿nos hemos fijado bien en el modo en que hablamos con los niños muy pequeños?). Gabriele decía mamá desde hacía mucho tiempo el primer día que, a una pregunta, me respondió: “tú”. “Tú” puede ser cualquier persona, y el niño ha oído muy a menudo esa palabra en su corta vida, referida a sí mismo o a otros. Sabe bien cuál es su significado. Cuando se decide a usarla, demuestra que ha comprendido la terrible distancia que preside las relaciones humanas (no nos podemos leer el pensamiento, no tenemos la facultad controlar a los otros para que hagan siempre lo que nosotros queremos), y utiliza el lenguaje para intentar compensarla. El niño que dice “tú” a su madre sabe que ella va a darse por aludida; que, aunque no pronuncie su nombre, le escucha y le entiende, adivinando su intención. De algún modo, ese reconocimiento supone un ponerse ambos al mismo nivel: es el momento en que el niño entra, como miembro de pleno derecho, en la comunidad humana. Con su “yo”; pudiendo tratar a los otros “de tú a tú”.

Pero hay una última cuestión. Escribí al principio que sentí el primer “tú” de Gabriele como una declaración de amor. Conviene tener en cuenta que el proceso por el cual el niño se reconoce a sí mismo como un ser separado de su madre no es siempre fácil; hay momentos en que resulta terriblemente frustrante y doloroso. ¿Realmente la madre, que parecía existir sólo para colmar todos deseos del bebé, tiene otra vida?, ¿a veces quiere estar con ella y no puede?, ¿en ocasiones no entiende lo que le pasa a su hijo? Los niños se van enfrentando a estos dilemas y resolviéndolos a su manera. Cuando empiezan a decir “yo” pueden parecer muy insistentes: pero creo que es porque descubren que saberse una persona distinta no sólo implica restricciones, sino también derechos. Cuando dicen “tú” a su madre, lo hacen reconociendo a una madre que muchas veces antes les ha decepcionado; con la que saben que no podrán ya fundirse para siempre. El primer “tú” nace del mutuo asombro entre dos personas que se sienten ya distintas, y han decidido amarse. Con el tiempo, el niño llegará a preguntarse: “¿Quién eres?” (referido al objeto del amor), y “¿Quién es el otro?”.

No puedo acabar sin evocar un célebre poema de Pedro Salinas que leí muchas veces en mi adolescencia, pero que sólo ahora creo haber entendido. “Tú” y “Yo” son, tal como nos dice el poeta, las palabras de los amantes:

Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!

Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».

 

 

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