¿Qué siente un bebé cuando nos separamos de él? ¿Qué sucede cuando no ve a su madre durante unos pocos días, o si de repente se encuentra solo en un ambiente para él desconocido? En estos once meses con Gabriele he pasado ya por estas situaciones, y querría hablar hoy de cómo las vive el bebé, a distintas edades, según lo que he podido ir observando en mi hijo.
No es posible saber a ciencia cierta lo que siente un bebé. Las madres les atribuimos sentimientos propios desde muy pronto, emociones que después se van afinando. Así, sobre todo mientras el niño aún no habla, nos pasamos la vida pensando por dos. Ahora me parece que Gabriele ya puede sentir y distinguir, con gran claridad, un buen abanico de emociones: miedo, alegría, tristeza, satisfacción, orgullo, rabia, frustración o pena; ha empezado a reconocer al otro y es capaz de ofrecer, quitar, mostrar, pedir, enfadarse y perdonar. Todo ello da lugar a una vida interior que intento interpretar e imaginar a través de las señales que él me da, siempre con el temor de equivocarme, con el deseo de darle palabras para nombrar lo que le pasa sin forzarle a ser como yo pienso. Es, hasta ahora, la tarea más exigente que he encontrado como madre.
Durante los cuatro primeros meses de vida de Gabriele nunca me separé de él más de dos o tres horas, esporádicamente, porque le daba el pecho y eso hacía imposible que se lo dejara a nadie por más tiempo. Después, cuando volví al trabajo, comenzó a quedarse por las mañanas con Mariana, una mujer ecuatoriana, cariñosa e intuitiva, que todavía lo cuida. El cambio no planteó demasiados problemas. Mariana vino dos semanas antes, mientras yo todavía estaba en casa, y así se fueron acostumbrando el uno al otro. En poco tiempo, Gabriele comenzó a mostrar gran alegría al verla llegar, y también se ponía alegre cuando yo regresaba del trabajo. Pasaba de Mariana a mí, y de mí a ella, de sonrisa en sonrisa.
Las primeras separaciones más largas llegaron con motivo de dos viajes. En julio, cuando Gabriele tenía ocho meses, estuve tres días fuera, por razones de trabajo. Se quedó en casa con su padre y sus abuelos. Fueron unos días de intenso calor en Madrid, y ya antes de mi marcha el niño parecía algo alterado. Había empezado a despertarse por las noches y a veces costaba que volviera a dormirse. Yo tenía miedo de que aquello empeorara con mi ausencia. Un día, estando en un hotel en Tel-Aviv, llamé a casa y me angustié un poco porque oí que lloraba. Su padre lo tuvo en brazos mucho tiempo durante aquellas noches, y cuando yo regresé, un día casi de madrugada, Gabriele estaba dormido. A la mañana siguiente me sonrió como todas las mañanas, y no encontré nada extraño en él más tarde. La separación no fue nada traumática.
En agosto nos marchamos su padre y yo durante cinco días, y dejamos a Gabriele con mis padres. Era la primera vez que se quedaba lejos de los dos, y también fuera de casa. Habíamos pasado antes una semana en la playa todos juntos y, según nos fueron contando, el niño estuvo feliz y contento durante nuestra ausencia. Acababa de cumplir diez meses. A nuestro regreso, Gabriele reaccionó de una forma muy distinta. Se me quedó mirando muy fijamente, durante un buen rato, con una cara de sorpresa mayúscula. Me miraba como nosotros miraríamos un fenómeno sobrenatural, algo absolutamente asombroso e incomprensible. No apartaba la vista de mí. Imaginé muchas veces qué estaría pensando: ¿se sorprendería al verme?, ¿hasta qué punto se acordaba de mí?, ¿me había dado por perdida y le pareció algo casi milagroso que yo reapareciera? Esa noche intentaba buscar los brazos de mi madre para dormir, pero al día siguiente todo parecía haber vuelto a la normalidad. Sin embargo, seguí preguntándome durante algún tiempo qué extraño efecto podría haber tenido esa desaparición mía para él, y acabé pensando que las constantes atenciones de mis padres en aquellos días habían mitigado cualquier posible sentimiento de abandono.
Hace quince días Gabriele comenzó a ir a la guardería. Lo matriculamos porque habíamos conseguido plaza en una guardería pública asociada a nuestro lugar de trabajo, que nos gustaba, y que nos permitía tener un poco más de libertad y disponer de algo más de dinero. Pensábamos, además, que dado el carácter de Gabriele, siempre alegre y confiado, incluso con los desconocidos, y muy curioso por los otros niños, no tendría ningún problema de adaptación. Lo llevamos un lunes y en el ratito que estuvimos allí con él exploró su aula, los juguetes, y se acercó contento a una niña, ¡a la que incluso le acarició el pelo! Así que nos marchamos seguros de que se quedaba feliz. Pero cuando regresé a buscarle, una hora y media más tarde, me lo encontré muy asustado y compungido. Se le veía agotado, con los ojos pequeños de tanto llorar. Sólo estiró sus brazos al verme y se acurrucó en mi regazo un buen rato, agarrándome muy fuerte, como si me estuviera pidiendo que no volviera a dejarle. A ese día le siguieron otros tantos momentos difíciles. Lo llevábamos por la mañana y no quería quedarse. Lloraba nada más intuir que volveríamos a dejarle allí. Se quedó tres días llorando desconsolado. Mariana le iba a buscar dos horas más tarde y me contaba que le encontraba siempre muy triste y muy cansado, que nada más verla lloraba y se tiraba hacia ella. Cuando yo llegaba a casa Gabriele venía hacia mí. Nos tumbábamos en la cama juntos y tratábamos de recuperarnos del susto. Él estaba contento. Me miraba y sonreía, me ponía su chupete, al cabo de un rato me parecía que todo había vuelto a la calma. Y las tardes eran tranquilas, alegres, como solían ser.
Mientras tanto, su padre y yo nos preguntábamos qué estaba pasando y qué debíamos hacer. Parecía claro que Gabriele no se sentía bien allí, que acusaba la separación y tenía un sentimiento de abandono que durante unas pocas horas lo llenaba de angustia. Empezamos a preguntar y resultaba que era normal, que los bebés de su edad no tienen sentido del tiempo ni del retorno, que muchos lo pasan muy mal al encontrarse de repente lejos de los rostros familiares y en un entorno desconocido. Recabamos infinidad de opiniones: “es demasiado pequeño para la guardería”, “se acostumbrará”, “os manipula”, “si le llevas se hará más sociable”, “si no le llevas lo vas a sobreproteger”, “allí aprenderá más rápido”, “no es bueno dejar que un bebé se angustie tanto”, etc. Para mí era todo una pura confusión, estaba hecha un mar de dudas. ¿Qué le estaba pasando a Gabriele?, ¿y cómo debíamos actuar? Esas dos preguntas daban vueltas y más vueltas en mi cabeza, sin hallar una respuesta evidente.
Al final, después de informarnos un poco, y observar bien a Gabriele durante aquellos días, llegamos a la conclusión de que si podíamos ahorrarle ese esfuerzo y esa angustia cuando aún no había cumplido ni siquiera el año de vida no había ninguna razón para no hacerlo. Podía quedarse en casa, con Mariana, en el mismo entorno seguro en que había crecido hasta ahora.
En realidad, la situación en la guardería había mejorado. Tras cuatro días de llantos Gabriele empezaba a adaptarse y a no llorar. Pero su conducta cambió con nosotros, y comenzó a manifestar, de forma repentina, una mayor dependencia de mí y una nueva ansiedad hacia los extraños. Nunca lo habíamos visto tan enmadrado ni tan receloso al ver acercarse a otras personas. A mí empezó a parecerme que algo no cuadraba: ¿no se suponía que iba a ser más sociable e independiente al ir a la guardería? Aquello parecía tener el efecto contrario. Comencé a pensar que ante la inseguridad de encontrarse solo en un lugar desconocido, Gabriele reaccionó desconfiando: ¿quizá íbamos a volver a dejarle?, ¿a lo mejor alguna de esas personas que se le acercaban, y a las que él antes sonreía con facilidad y sin recelos, iban a separarle de nosotros? Ante ese miedo, el niño me buscaba constantemente, intentaba no perderme de vista. Pedía mucho más a menudo estar en brazos. Y yo seguía preguntándome, ¿de verdad está bien en la guardería?, ¿por qué entonces se comporta así cuando vuelve a casa?
El punto final lo puso el que Gabriele se puso enfermo casi por primera vez en su vida, empezó a dormir mal, y nuestra decisión de dejarlo en casa se precipitó. ¿Habremos hecho bien? La verdad es que todavía me lo pregunto. Pero, al mismo tiempo, creo que me dejé llevar por lo que yo sentía que era lo correcto, y que a veces los padres sabemos más de lo que parece sobre lo que necesitan nuestros niños. La separación es difícil para un bebé de cerca de un año. Quizá nuestro mayor error fue subestimar este hecho, y pensar que dado el carácter abierto de Gabriele, y lo fácil que había sido criarlo, todo iría sobre ruedas. Nos encontramos en una situación que no habíamos imaginado y que, sin tener nada de dramático, nos dio la medida de la cantidad de conflictos y sentimientos extremos que pueblan la cabecita de todos los niños. Al final, sólo creo haber sacado dos conclusiones de esta historia: la primera, que criar a un bebé, que todavía no habla, es una tarea fascinante y a la vez difícil, pues uno a menudo no sabe lo que pasa ni si actúa del modo correcto, y debe constantemente interpretar los deseos y las necesidades de quien aún se expresa con limitaciones; la segunda, que como padres, y como sociedad, tenemos la obligación de estar atentos y nunca despreciar el sufrimiento de los niños pequeños.
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