Todos los niños han sentido alguna vez el temor a que un día sus padres les dejen de querer. Para algunos es una idea muy remota, para otros una pregunta lacerante y cotidiana. El niño duda si será o no el hijo que sus padres desearon tener: se preocupa por no cumplir sus expectativas, tiene miedo a decepcionarlos. Y no estoy refiriéndome sólo a niños que, por una u otra razón, no hayan recibido la atención necesaria; también aquellos que han sido objeto de un amor constante e incondicional experimentan a veces temor al rechazo o al abandono. Por eso es tan poderosa, para todos ellos, la idea de la orfandad, y los cuentos infantiles están llenos de niños huérfanos. Los padres pecaríamos de una gran ingenuidad si pensáramos que nuestros hijos, gracias a nuestros cuidados, están definitivamente a salvo de sentir jamás miedo a ser abandonados.
A lo largo de mi infancia, tal temor tomó la forma de una idea que me obsesionó, y con la que jugué, durante años: ¿qué harían mis padres si, un buen día, les comunicaran que yo no era en realidad su hija, sino que me habían cambiado en el hospital por otro bebé?, ¿me abandonarían y preferirían a su hija biológica, o se quedarían conmigo? Yo les hacía a mis padres esa pregunta, y ellos me contestaban que sin duda se quedarían conmigo, que yo ya era su hija, independientemente de lo que pudieran descubrir sobre mis orígenes. Pero aquello me complacía sólo a medias, porque continuaba: “¿y querríais conocer a vuestra hija verdadera, os gustaría verla?” A lo que mi padre respondió un día, sin duda participando de mi juego: “sí, me daría cierta curiosidad”. Yo, evidentemente, no quedé satisfecha, y mi padre siguió planteándome si no tendría curiosidad por conocer a mis padres verdaderos. Muy molesta por su pregunta, y haciéndome conscientemente la ofendida, le contesté que no, que no querría nunca verlos. En realidad, estaba convencida de que la mayor prueba de amor que yo podía recibir de mis padres es que me quisieran aun después de saber que no era en realidad su hija. Ese era, quizá, el amor más perfecto al que una niña podía aspirar. Porque así estaría segura de que me querían por quien yo era, por lo que habíamos vivido juntos, y no por un vínculo biológico que para mí en aquel momento apenas si tenía algún significado.
Hace unas semanas me quedé prendada al conocer que la última película del director japonés Hirokazu Koreeda, De tal padre tal hijo, narra esa misma historia. Dos familias descubren, cuando sus hijos tienen seis años, que fueron intercambiados en el hospital. He sabido que en Japón se tiende a dar una gran importancia a los vínculos de sangre, por lo que el entorno social anima a las familias a que se intercambien los niños una vez descubierto el error. La película recorre los sentimientos de los padres ante tal disyuntiva, y ahonda en un drama familiar y psicológico que apela e inunda al espectador.
“¿Qué haría yo en una situación así?”, nos invita a preguntarnos Koreeda. Y yo me lo pregunté durante buena parte de la película. Pero intuí desde el primer momento que la resolución de tal dilema no se encuentra en la historia que cuenta el director japonés (la de los padres que descubren que su hijo no es en realidad su hijo) sino en la historia que sucede al mismo tiempo y en realidad no se cuenta (la del niño que de repente se queda sin padres); aparece sólo de forma velada, y se echa de menos un punto de vista menos focalizado en los padres y que deje más espacio a los pensamientos y sentimientos de los niños.
La pregunta: “¿quién es mi hijo?” podría ser sustituida por: “¿de quién soy yo madre?” Y entonces está claro que tu hijo es el niño con el que has vivido y que te reconoce como su madre. No concibo la paternidad como un hecho biológico: es el niño, a través del vínculo que crea contigo, quien te convierte en su padre o su madre. De hecho, creo que muchas veces deberíamos intentar que nuestra propia historia como padres (nuestras expectativas, nuestros deseos, nuestras ansias de perdurar) pasara a un segundo plano; o, al menos, que tratáramos de no olvidar que hay otra historia que empieza; una historia que no controlamos y, sobre todo, que no nos pertenece. Es una tarea difícil, porque somos conscientes de estar viviendo algo extraordinario: ¿y si los sueños se truncan?, ¿y si nuestro hijo en realidad no es quien deseábamos? Desde el momento en que aceptamos cuidar de un niño hemos de aprender a controlar nuestros excesos, nuestras proyecciones y exigencias. La historia de los padres que descubren que su hijo no es su hijo es también la de un temor: la de que los hijos no colmen nuestros deseos y no nos den la felicidad. Así que el miedo de los niños, en realidad, no es tan infundado. Ambos, padres e hijos, saben inconscientemente que se mueven en un terreno minado de fantasías, y que sólo el amor que nace de la convivencia y del mutuo reconocimiento puede salvarlos. A los padres, que ya han vivido, los salva de sus propios fantasmas, y a los niños, que nada saben, de crecer abocados a no ser ese hijo invisible que sus padres soñaron.
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