Llego a una estación de tren cargada con dos maletas gigantes, que casi no puedo ni arrastrar. Me he pasado varios días durmiendo muy poco, entre despedidas de amigos, exámenes, y una mudanza: me marcho de París después de vivir allí durante tres años. He enviado cajas de libros, he vendido muebles, y he metido a presión en el equipaje toda mi ropa y algunos objetos personales. Son las 19:30 y tengo que coger un tren para regresar a España. Un tren nocturno. Empiezo a buscarlo en las pantallas de la estación y no aparece por ninguna parte. Pregunto al personal de información y me responden con sequedad que ese tren no existe. Vuelvo a mirar mi billete, a comprobar la fecha, la hora… y parece todo correcto. El corazón me palpita rápido, me pregunto si me estaré volviendo loca. Y, finalmente, tras un segundo intento en el mostrador de información, les enseño mi billete y me indican, entonces sí, que estoy en la estación equivocada: ese tren no sale de la Gare de Montparnasse, sino de la Gare d’Austerlitz. Salgo corriendo en un taxi pero cuando llego ya es tarde, y tengo que pasar la noche en un hotel, al borde de un ataque de nervios.
De entre todos los despistes garrafales de mi vida, he elegido este por el enorme parecido que tiene con algunas de las situaciones descritas por numerosos adultos que afirman en los medios de comunicación haber descubierto con gran complacencia que padecían Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) desde la infancia, aunque no habían sido diagnosticados. Podría contar, yo también, muchas otras peripecias, como cuando me olvidé una carpeta con todos mis títulos universitarios y certificados de estudios en una cabina telefónica, o el día en que me dejé en un tren un ordenador portátil nuevo, o una maleta de grandes dimensiones que no reparé en que no tenía hasta la mañana siguiente, al despertarme en un hotel, ducharme y necesitar ropa que ponerme; o aquella vez pasé cinco días en Lisboa sin ni siquiera percatarme de que había que retrasar el reloj una hora. Hace poco una buena amiga, tras comprobar mi incapacidad para no olvidarme la mitad de las cosas antes de un viaje, me dijo: “Parece que para ti es más fácil leer un libro de filosofía que hacer una maleta”. Y no le falta razón, seguramente.
Así que llevo 39 años siendo lo que se dice un desastre, pero todavía no me he cruzado con ningún profesional que me haya convencido de que en realidad todo se debe al TDAH, a que mi “cerebro funciona mal”, tengo “las funciones ejecutivas averiadas” y “la regulación de la atención rota”. Los hechos que he relatado, contados de esa forma, podrían quizá llevar a esa conclusión. Pero yo sostengo que eso no es más que una interpretación. Desde las Humanidades nos dedicamos a cuestionar las ideas dominantes en las distintas épocas y culturas, y estudiamos también la construcción social de determinados conceptos. Así que, siendo incuestionable que en el mundo existimos personas despistadas y con una atención muy fluctuante, el concepto de TDAH, concebido como conjunto, como trastorno, como enfermedad neurológica, es un constructo social, muy ligado a una cultura de la productividad, de lo práctico, lo concreto y lo inmediato, y al mismo tiempo sujeto a grandes intereses económicos, en los que no voy a entrar. Me limitaré a contar mi historia de otra manera, desde otro punto de vista.
Mi propensión al despiste es constante desde que era una niña. En aquella época creo que lo que más llamaba la atención era mi tendencia a abstraerme, a tener la cabeza en las nubes, a estar en babia. Muy a menudo mis fantasías me resultaban más atrayentes que el mundo real. Y tanto era así que no reparaba en ciertos detalles: recuerdo haber ido al colegio en zapatillas, con un zapato de cada par, sin cartera, haberme perdido en el camino de vuelta a casa, o chocado contra una farola por la calle de puro ensimismamiento. Como a veces los domingos me daba cuenta de que me había olvidado en clase algún libro que necesitaba estudiar para el lunes, descubrí que el único lugar donde se podían hacer fotocopias los festivos era una funeraria, donde acudía con el libro prestado de una amiga y fui testigo de alguna que otra situación entre siniestra y esperpéntica.
Un día, cuando tenía en torno a diez años, mi padre me habló de los actos fallidos: lapsus linguae, olvidos, pérdidas… que uno no podía explicarse pero que respondían a algún deseo inconsciente. Me pareció, de inmediato, una idea fascinante, y jugaba con él a intentar adivinar las motivaciones ocultas de mis errores y despistes y los de los demás. Ya entrando en la edad adulta, leí Psicopatología de la vida cotidiana, libro en el que Freud expone esta teoría, desgranada con multitud de ejemplos. Desde entonces no he parado de preguntarme el porqué de mi incapacidad para la vida práctica, y mis despistes se han convertido en algunas ocasiones en llamadas de atención, en otras en enigmas difíciles de descifrar. Una vez, tras una época de “crisis” en la que lo perdía absolutamente todo, se me ocurrió la teoría de que iba por el mundo olvidándome cosas porque tenía la remota esperanza de que apareciera alguien que me las devolviera, una especie de Príncipe Azul. No sé dónde estaría yo de no haber sido por la bondad de los desconocidos, todos aquellos que encontraron y me devolvieron bolsos, móviles, carteras, llaves, carpetas… Cada vez que ocurría, la emoción era tan grande que imaginé que era tal mi deseo de volver a vivirla que iba regando el mundo de objetos preciosos para poder conocer a quienes se toparan con ellos y vinieran después a buscarme. Porque esa es otra de las cosas que, con el paso de los años, he observado: que tiendo siempre a perder lo que más me importa, lo que más quiero.
Según el Diccionario de la RAE, un despiste es una distracción, un fallo, un olvido o un error. No puedo dejar de pensar ahora en Gianni Rodari y su teoría del error creativo. Como maestro, proponía tratar los errores que cometían los niños al escribir como una oportunidad para inventar una historia. Los despistes también pueden convertirse en relatos, eventos que no se olvidan y pasan a formar parte de la memoria biográfica y hasta de la propia identidad; que constituyen una particular forma de estar en el mundo, de relacionarse con la realidad. Quizá la clave esté en la sorpresa, una vez más. Despistarse significa extraviarse, perder el rumbo. Yo tengo un pésimo sentido de la orientación y me pierdo por la calle con frecuencia, pero así he llegado a lugares insospechados, he asistido a situaciones que no esperaba, me he asombrado con callejuelas y paisajes que si no nunca hubiera visto. En parte odio extraviarme, y en parte agradezco saber lo que es perder el rumbo.
Mientras camino suelo ir ensimismada. Me entero de pocas cosas. De hecho, he renunciado a conducir porque creo que sería un peligro público. Pero en esos paseos desnortados mi mente no está ausente, simplemente está concentrada en sus propios pensamientos. Ortega y Gasset sostenía que el ensimismamiento es la condición del pensamiento, que el hombre puede ensimismarse, es decir, tiene la capacidad de desentenderse del mundo y atender a su propia intimidad. Y claro, lo ideal sería que uno pudiera decidir en todo momento qué grado de ensimismamiento desea, y de qué quiere seguir estando pendiente, y por cuánto tiempo… pero los asuntos del deseo no se pliegan tan fácilmente a la voluntad. Y la realidad, al menos mi realidad, es que a menudo esa desconexión del mundo real se produce de forma imperceptible, porque hay algo dentro de mí que llama y es quizá demasiado poderosa su llamada. Entonces es cuando los que me rodean preguntan: “¿Elisa, dónde estás?”, y ese interrogante me despierta y me deja con frecuencia desconcertada.
El camino hacia esa paz interior que muchos adultos con TDAH atribuyen a su feliz encuentro con la medicación puede concebirse también como un recorrido existencial. La aceptación de uno mismo no tiene por qué venir de la mano de ningún diagnóstico; pienso que es posible llegar a ella a través de la búsqueda de un sentido para las propias experiencias, despojándolas de su aura de ridículo y de absurdo (aunque no por ello de sus rasgos de humor, que son a menudo lo mejor que nos dejan). Se trata, muchas veces, de poner palabras, de saber contar esas historias y hacerles un hueco en el relato de la propia vida. También de encontrar, en cada momento, la palabra más adecuada para definir lo que a uno le ocurre. En ese sentido el lenguaje común es muy rico: uno puede ser despistado, olvidadizo o un completo desastre; estar distraído, ensimismado, abstraído, desorientado, en babia, o en las nubes; ir a perder la cabeza o tenerla llena de pájaros. Palabras y expresiones todas con su dosis de ambigüedad, su variedad de significados denotativos y connotativos, que pueden ser dichas con reproche, con cariño, con desprecio, con complicidad o extrañeza; palabras de las que que cada hablante puede apropiarse, que no lo fijan a uno, desde fuera, en un significado inequívoco y sin paliativos. Frente a ellas, la cultura del TDAH equivale a la ausencia de lenguaje, la ausencia de pensamiento, la renuncia a la búsqueda del sentido. Yo no renuncio. No quiero un nombre, unas siglas, para dejar de preguntarme qué me pasa. Espero seguir interrogándome acerca de lo que me sucede, y continuar buscando, para referirme a ello, las palabras exactas –esas que, como bien saben los poetas, nunca se alcanzan.
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