“Yo soy de Vallecas”, me dice Adriano, atónito, con sus ojos negros muy abiertos, mientras nos escucha hablar del confinamiento que acaba de comenzar en algunas zonas de Madrid. No sabe qué es Vallecas, pero siempre le hemos dicho que nació allí, en el Hospital Infanta Leonor, al que decidí acudir atraída por un programa de parto respetado, y que ahora se asoma al precipicio del colapso sanitario por segunda vez. Adriano vive hoy, cinco años después, en el distrito de Salamanca, y una frontera, no solo simbólica, sino física, entre estos dos lugares –el mítico de donde procede y el real en el que habita– se ha levantado de un día para otro, sumiéndole en el desconcierto.
Se suele decir que los niños vienen de París, que los trae la cigüeña. La mitología y los cuentos populares nos ofrecen otras tantas posibilidades, todas igual de prodigiosas: que salen de semillas, de frutos que crecen, de la espuma del mar, o de masas horneadas que cobran vida. Pinocho fue creado a partir de un trozo de leña y hubo de recorrer un largo camino hasta convertirse en un muchacho de verdad. Cuando le contamos a un niño pequeño que nació de la barriga de su madre, esta idea, por muy cierta que sea, no puede ser asumida por él como una realidad racional y científica. No es más que otra historia: una historia verdadera, igual de asombrosa que las demás, que lo liga a su madre y a la vez lo perturba y le fascina. Todo lo que remite al nacimiento y a la vida prenatal es revestido de un aura de misterio: el secreto de lo innombrable, de lo que ninguno conocemos si no es por boca y experiencia ajena.
Adriano nos pregunta por qué no quieren que los de Vallecas vengan a nuestro barrio. Trato de explicarle un poco. Hablamos del coronavirus, de las casas pequeñas, los trabajos precarios, los parques y los bares. Al final, solo parece haber una certeza: “porque son más pobres”. Gabriele nos escucha y dice que de mayor va a escribir un libro que se llame El dinero. La maldición del hombre. Me pregunto cómo hemos pasado, en pocos meses, de una ilusión de unidad frente a la amenaza del virus a una realidad en la que prima, ante todo, la segregación y la desigualdad. Era previsible, pero no parecíamos habernos dado cuenta. Como si nos hubiera estallado en la cara hace apenas tres días.
Durante demasiado tiempo ha triunfado un discurso de señalamiento del otro que diluía la responsabilidad de la crisis sanitaria en “la relajación ciudadana”. La indignación y la rabia, que son la última fuente de la lucha por la justicia, se malgastaban por doquier: contra los que llevan la mascarilla en la barbilla, contra el que se me acercó demasiado en la cola del supermercado, contra los niños que van tocando las cosas, contra los ancianos que se mueren y por su culpa no podemos trabajar. El “modo de vida” de la inmigración en Madrid no es más que otra forma de decirlo, más burda y más obscena. Pero el terreno estaba ya sembrado por un discurso que enfrentaba a los ciudadanos por sus orígenes, sus costumbres, su edad, su salud, su situación laboral o familiar, convirtiéndonos en policías los unos de los otros y en objetos de descarga del enfado y la irritación de los demás. Creo que nuestros políticos, de casi todos los signos, han jugado también a esto; lo han alentado porque intuían que de ello dependía su supervivencia.
La única esperanza que late en medio de la terrible situación que atravesamos es que la indignación ciudadana esté empezando a transitar otros caminos. ¿Y si resulta que la culpa de lo que nos pasa reside en que no hay médicos, ni enfermeros, ni rastreadores, ni servicios sociales, ni ayudas económicas que se cobren a tiempo, ni siquiera un sistema de recogida de datos fiable y eficiente, mucho más que en el carácter español?, ¿o en el modo de vida de Carabanchel?, ¿o en la personalidad de Vallecas?, ¿o en las costumbres propias de Getafe o Fuenlabrada?
¿Cómo son los niños de Vallecas? He podido conocer a algunos de ellos a lo largo de los últimos años, y lo único que me dejan es un testimonio de resistencia. Todos los niños son unos resistentes desde que el coronavirus irrumpió en su mundo. Nos muestran, vivan donde vivan, que son capaces de salvar su infancia: integran en sus fantasías la avalancha de información a que a todos nos aturde, sus juegos se llenan de miedo, de amenazas y de victorias, conjuran al virus y se hacen, quizá más que nunca, hermosas preguntas filosóficas y existenciales. La realidad entra por sus ojos y sale de sus bocas y sus manos transformada.
Los adultos, a veces, solo tenemos que mirarlos. O apenas dejar que nos miren: hacernos visibles, ofrecerles un rostro y un puñado de palabras. Gepeto, mientras construía la marioneta de Pinocho, se sintió amenazado por el modo en que le miraban aquellos ojos de madera que estaban cobrando vida: “Ojos de madera, ¿por qué me miráis?”, dijo en tono resentido. La escena me hizo pensar en el instante del nacimiento de mis dos hijos, cuando, entre llantos, clavaron sus ojos en los míos: ojos reconocimiento y de súplica. Quien nos mira a los ojos nos está pidiendo algo. Cuando camino ahora por las calles, no solo veo rostros cubiertos por mascarillas, sino también ojos que no se encuentran, que se apartan. En ese desviar la mirada, escondernos del otro, se concentra la imagen del desamparo.
La pobreza y la marginación aparecen en casi todos los cuentos infantiles: de Pinocho a Cenicienta, de Hansel y Gretel a Pulgarcito o La niña de los fósforos. Cada vez que se somete al protagonista a una prueba en la que debe elegir entre diferentes objetos, el secreto se esconde invariablemente en el más pobre y deslucido. Segregando a los barrios populares nos alejamos de nuestra fragilidad, que es el secreto más auténtico y mejor guardado. Si seguimos así, dentro de poco seremos solo máscaras. Los ojos de Adriano, que me mira preocupado porque no entiende lo que es ser de Vallecas, reflejan la incredulidad, la búsqueda de lo innombrable, una invitación a la justicia. No dejemos de sentirnos concernidos por los desvelos que los otros, embozados y furtivos, nos clavan en el corazón con sus miradas.
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