No tengo ninguna fórmula mágica para que los niños se duerman. De hecho, Gabriele muchos días se niega a estar en su cuna y me cuesta mucho dormirle. A menudo cedo y le acabo cogiendo en brazos, y de vez en cuando no lo hago y entonces llora y se enfada muchísimo. Otros días, sin saber por qué, está más tranquilo y se duerme sin protestar. En cualquier caso, reconozco que es una ardua tarea esa de conseguir que un bebé se duerma, sobre todo si, como en mi caso, se ha acostumbrado a quedarse dormido mamando, o tumbado encima de mi pecho, o bailando en los brazos. De entre todas las teorías que hay sobre cómo dormir a los niños creo que no comparto ninguna, pero confieso que tampoco he encontrado alternativas. Conozco el objetivo: que Gabriele poco a poco se vaya separando de mí y aprenda a dormirse solo, pero el camino para llegar a él lo desconozco.
En cualquier caso, como lo mío no es dar consejos (soy primeriza y sé bastante poco) hoy pensaba escribir sobre otra cosa. Quería hablar de cómo duermen los bebés, o al menos de lo que ve aquel que observa dormir a un niño. De recién nacido, Gabriele estaba casi todo el tiempo dormido, pero lo hacía de una manera muy especial: pasaba por largas fases en las que se movía en sueños, levantaba las manos, se estiraba, incluso había momentos en que llegaba a emitir sonidos. En general parecía feliz, hasta esbozaba sonrisas cuando aún no había descubierto la risa, pero en ciertas ocasiones se podía mostrar también algo agitado. A partir de un momento, alrededor de los dos meses, empezó a entrar en un sueño aparentemente más profundo, a limitar sus graciosos movimientos, pero también a despertarse más deprisa. De recién nacido, iba saliendo muy despacito de su sueño, parecía que le costara abandonar ese reino y volver a abrir los ojos.
La primera vez que observé esta escena fue hace algunos años, cuando fui a conocer al recién nacido de una amiga. Vi cómo se desperazaba lentamente, se estiraba, se llevaba los puños a la cara, y pensé que ya era una personita, igual que nosotros; o, más bien, que todos éramos como bebés en el momento de despertarnos (sobre todo el fin de semana, uno de esos días en que uno se hace el remolón y va, con gran placer, entrando y saliendo del sueño cuando la luz ya ha entrado en el dormitorio). Creo que esos instantes de ensueño los descubrimos nada más nacer, y quizá por eso nos deleitamos tanto con ellos (como si fueran instantes de gracia) cuando los alcanzamos ya de adultos.
El cuadro que veis, “Le berceau”, de Berthe Morrisot, está en nuestro dormitorio desde mucho antes de que naciera Gabriele. Es, como tantas cosas en este pequeño mundo, un cuadro mudo, que pide silencio. ¿Qué está mirando la madre? Cuando yo aún no era madre, me parecía que en ese cuadro había dos misterios: lo que pensaba la madre y lo que soñaba el niño. Y ahora me parece más misterioso aún. Sólo después de haberme acercado a ese secreto he comprendido lo grande que es. Se pueden pasar horas mirando dormir a un niño, observando sus gestos, dejándose llevar por ese sueño que todo lo invade y quedándose el observador también casi dormido. Y es especialmente evocador hacerlo con un recién nacido, que nos deja ver, en el espejo de su cuerpo, un sinfín de expresiones y movimientos, graciosos y sutiles, que quizá pueda reencontrar cuando crezca, y que lo transportarán una y otra vez, si tiene suerte, a esa cuna donde él dormía y alguien observaba su sueño.
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