MAMÁ INVESTIGADORA

Los niños, tarde o temprano, sienten curiosidad por la profesión de sus padres, por lo que hacen durante esas largas horas que pasan separados. Hay profesiones muy fáciles de entender e imaginar, porque son concretas y tienen una gran proyección social: profesores, médicos, policías, vendedores, taxistas, bomberos. Otras, sin embargo, resultan menos inmediatas y a menudo se cubren de un halo de misterio.

Algunos niños, cuando son pequeños, quieren hacer lo mismo que papá o mamá. Yo era una de ellos. Me pasé la infancia deseando ser profesora, como mi madre. Y cuando crecí me preparé para ello. Y he sido (y espero seguir siendo) profesora, y reconozco que es algo que siempre he disfrutado de una manera casi infantil. Pero a medida que fui avanzando en mis estudios encontré una nueva vocación: quería ser también investigadora, tener tiempo para pensar, analizar, leer, interpretar, escribir, ahondar en los aspectos más recónditos de la cultura, proponer nuevas visiones de la realidad.

¿Qué le diré a Gabriele cuando me pregunte a qué me dedico? Dada mi condición de investigadora en humanidades, no podré contarle que invento nuevos aparatos o descubro medicinas. Creo que uno de nuestros mayores problemas, en estos tiempos, es que no tenemos un discurso claro (para niños o mayores) que justifique lo que hacemos. La pregunta acerca de para qué sirve nuestro trabajo es una trampa (de hecho dudo mucho que los niños muy pequeños la hagan) y cometemos un gran error al pasarnos la vida tratando de darle respuesta. ¿Cómo legitimar una actividad que se basa en la búsqueda, en la aceptación de la incertidumbre, en el uso del conocimiento objetivo pero también de una intuición inexplicable, que requiere tiempos largos, que pasa por tiempos detenidos, que puede no llegar a ningún puerto, que genera obsesiones, frustraciones y satisfacciones a partes iguales? En un mundo en que todo ha de estar planeado, tener un objetivo concreto e inmediato y no es posible cambiar de camino la investigación básica lucha a duras penas por sobrevivir.

Y nosotros, en el ámbito de las humanidades, confiamos (quizá cada vez menos) en que nuestra sociedad tecnológica necesita también de otra forma de pensamiento y conocimiento.Que el mundo sería mejor si reflexionáramos más, si nos interesáramos por las lecciones de la historia, si encontráramos nuevas maneras (colectivas, íntimas, personales) de analizar la realidad, si pusiéramos a las personas (con su historia, sus emociones y sus necesidades) en el centro de los  sistemas educativo y sanitario, del diseño y la organización de las ciudades, de nuestras leyes y costumbres. Y, en el fondo, a eso deberíamos dedicarnos cuando desciframos manuscritos en lenguas extintas o interpretamos obras literarias. Eso es lo que hacen los buenos investigadores, aun sin proponérselo. Porque vive en ellos el deseo de conocimiento, el placer del análisis, de la interpretación, de la observación atenta.

En realidad, creo que los niños muy pequeños nos entienden bien, aun sin tener conciencia de ello. Pues pasamos los días en el mismo mundo de sorpresas e incertidumbres, con la misma curiosidad, con la misma desorientación muchas veces. He llegado a pensar que si, como sociedad, valoráramos más la infancia, si diéramos alguna importancia a lo que los niños pueden mostrarnos, también entenderíamos mejor a los buenos investigadores y sus caminos retorcidos, sus múltiples zozobras.

¿Y si Gabriele quisiera ser investigador, como sus padres? Pues no sé muy bien qué le diría. En estos últimos meses, tras pasar por el paro y otros trabajos, he probado los frutos más amargos de la profesión: la inestabilidad laboral hasta edades avanzadas, la incomprensión de las administraciones, las dificultades económicas, la falta de valoración social. Hace unos días recibí una buena noticia en el terreno laboral y me siento afortunada por ello, pero todo esto me ha dejado un mal sabor de boca. Conozco a demasiadas personas muy valiosas que, en estos tiempos de crisis y destrozos, no están teniendo la misma suerte que yo. Y eso hace que no pierda la sensación de injusticia, casi hasta de maltrato, pues la lucha constante por la supervivencia ensombrece el camino, dificulta el que uno se encuentre consigo mismo, con sus ideas, con sus proyectos. Entorpece la vida y también los resultados de la investigación. Nos aleja de la pasión, hace de la perseverancia nuestra razón de existir. Espero encontrar, en los próximos años, en compañía de Gabriele, el camino de vuelta de este tipo de desaliento. Y espero no ser la única, poder volver a confiar.

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