Hoy Gabriele ha cumplido un año. Cuando pienso en lo que sucedió hace doce meses, y me veo a mí misma en el hospital, con aquel bebé recién nacido, me invade una mezcla de alegría y de nostalgia. Su primer año ha pasado muy rápido, y a la vez ha sido para mí, para nosotros, una eternidad. Como si mi tiempo y el de Gabriele se hubieran unido, y así hubiera podido sentir a la vez el vértigo por su crecimiento imparable y el presente eterno, sin memoria ni pasado, en el que todavía vive mi hijo.
Gabriele ha tenido su primera fiesta de cumpleaños: regalos, globos, amigos, vela y tarta. Sin entender nada, creo que ha disfrutado mucho. Le ha encantado encontrar más y más juguetes nuevos, ver su casa decorada con mil colores, y el barullo de todas las personas que lo acompañamos. Su padre y yo, tras pensar y organizar su fiesta, nos hemos quedado muy cansados. Y he recordado, de repente, el cansancio y la desazón que me invadía, de niña, cuando se acababan mis fiestas de cumpleaños. Me pasaba casi un mes organizándolas, pensando juegos, escribiendo y dibujando invitaciones. Disfrutaba mucho con los preparativos y me ponía muy nerviosa en las horas antes. La fiesta era todo excitación, pura alegría. Y cuando se marchaban todos los invitados, para combatir la enorme tristeza que me sobrevenía, ordenaba todos los regalos en un rincón o en una estantería, y los miraba, los tocaba, no tanto por el valor que tuvieran (que también, a mí solían gustarme mucho todos los regalos) como por ser la prueba de que todo aquello de verdad había sucedido y no se había esfumado.
Hace mucho que dejó de hacerme ilusión cumplir años. Pero esta noche hemos ordenado los regalos de Gabriele en una mesa y me he pasado un buen rato explorándolos. ¡Me han parecido estupendos! Y así me he dado cuenta de que, contra todo pronóstico, podré volver a disfrutar, como lo hacía de niña, de muchas más fiestas de cumpleaños.
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