SECRETOS DE LA LACTANCIA

¿Cuál es el secreto para que la lactancia materna funcione? He leído una infinidad de libros, revistas, páginas web y blogs que dan todo tipo de consejos acerca de cómo se debe colocar al bebé, el modo en que la madre puede estimular el pecho para producir más leche, o qué hacer para curar los pezones doloridos. También hay una gran ebullición informativa, no exenta de polémicas, sobre los beneficios de la lactancia materna y la conveniencia de dar el pecho “cueste lo que cueste”. Muchas madres se quejan de que, cuando tienen problemas para dar el pecho o por cualquier razón deciden no hacerlo, han de hacer frente a todo tipo de juicios negativos y sentimientos de culpa, imagino que casi siempre injustos y también dañinos. Por eso he dudado un poco sobre la conveniencia de escribir esta entrada. Sin embargo, tengo ganas de contar lo que ha significado para mí la lactancia, y quiero dejar claro que hablo sólo desde mi propia experiencia, que, como toda experiencia, es personal e intransferible. No trato de enunciar teorías generales.

Gabriele acaba de cumplir seis meses y ha pasado el primer medio año de su vida alimentándose sólo de mi leche. Hasta los cuatro meses y medio siempre directamente del pecho, y desde entonces haciendo una toma al día con leche extraída en un biberón, dado que yo me había incorporado ya al trabajo. Ahora, llegado el momento de iniciar el destete, pienso en este tiempo y me parece que lo que he vivido con mi hijo, las miles de veces que lo he tenido en mis brazos, pegado a mi cuerpo y mamando, representa una experiencia nueva, muy difícil de imaginar sin haberla tenido, llena de intimidad y de placer, pero también de orgullo, de poder, de esfuerzo y de perseverancia.

No tuve ningún problema para establecer la lactancia. Gabriele cogió el pecho a la media hora de nacer (una vez que se hubo tranquilizado tras lo vivido en el parto) y lo fui poniendo a mamar a menudo hasta que, 48 horas después, tuve la subida de la leche. Mi idea era darle el pecho a demanda, y así lo hice, pero su demanda nunca fue muy agotadora, solía pedir a intervalos de entre dos horas y media y cuatro, con una pausa nocturna, desde recién nacido. Tampoco me hizo daño en los pezones, excepto una leve molestia al principio. Gracias a todo ello, la lactancia se convirtió rápidamente en algo muy placentero para los dos. Gabriele se quedaba medio adormilado en el pecho y, casi desde sus primeros días, se sonreía suavemente mientras mamaba; cuando tenía los ojos abiertos fijaba la mirada en mi rostro y luego, poco a poco, volvía a cerrarlos. Al acabar parecía conmocionado, abandonado a sí mismo, “como si no tuviera huesos”, decíamos nosotros. Y a medida que fueron pasando los meses llegaron nuevas sorpresas: a la mitad de una toma, o al terminarla, giraba su rostro y me sonreía; más adelante, comenzó a ser su momento preferido para “hablarme”, practicando todos los nuevos sonidos que poco a poco va aprendiendo, entre sonrisa y sonrisa; últimamente extiende su brazo y toca mi rostro mientras mama. Ni que decir tiene que esos instantes de intimidad se encuentran entre los más preciados de mis recuerdos, y que Gabriele y yo nos hemos conocido, poco a poco, en estas circunstancias.

Sobre los beneficios de la lactancia materna para el bebé (tanto desde un punto de vista físico como psicológico) se sabe ya mucho, y yo no deseo ahora ahondar en este tema. Querría, sin embargo, llamar la atención sobre algo de lo que se habla menos: qué significa para una madre el dar el pecho a su hijo. Creo que es, en realidad, una experiencia que roza lo increíble, como lo son también el embarazo y el parto. Una descubre que tiene la facultad de hacer crecer dentro de sí a otro ser que un día, portentosamente, sale de su cuerpo, atravesándolo, y de repente se encuentra ante un niño indefenso y asustado a quien es capaz de alimentar. Alimentar a un recién nacido es mucho más que darle de comer; para la madre, lo verdaderamente importante es comprobar que puede darle a su hijo todo lo que necesita, otorgarle placer, tranquilizarlo, saciarlo. Por el contrario, creo que no hay nada más desesperante ni desazonador para una madre que el solo hecho de imaginar que su bebé pase hambre. A mí me sucedió algunas veces. En las primeras semanas, si Gabriele lloraba lo único que pensaba es que quizá tenía hambre, y la sola idea me resultaba insoportable. Por fortuna, Gabriele no ha sido muy llorón y fui superando aquellas crisis. Pero he de confesar que verlo sano y gordito, y comprobar cómo iba creciendo a buen ritmo y daba muestras de alegría cuando intuía que yo iba a darle el pecho era algo que, en los primeros meses, me llenaba de orgullo.

La lactancia, por otro lado, me llevó a tener sensaciones físicas antes para mí desconocidas, una cosa a la que ya no estamos muy acostumbrados los adultos. En la infancia el propio cuerpo es una caja de sorpresas (Gabriele me lo muestra cada día con sus descubrimientos), y vuelve a serlo también en la adolescencia y en la juventud, coincidiendo con las primeras relaciones sexuales. Después, el abanico de sensaciones que uno puede llegar a sentir se va asentando, y llega un momento en que uno ya es capaz de anticipar la mayor parte de sus experiencias físicas, por placenteras que resulten. El embarazo, el parto y la lactancia son un nuevo momento de descubrimiento, creo que paragonable a los dos anteriores.

Todo son sorpresas: sentir al bebé que se mueve en tu vientre, o cómo los pechos se llenan de leche apenas el niño empieza a succionar. Podría describir muchas otras cosas: la relajación que produce en la madre amamantar al bebé, el estado de identificación absoluta que se puede llegar a alcanzar en las tomas nocturnas, entre el sueño y la vigilia, o la necesidad, algunas veces, de tranquilizar y ayudar a un bebé inquieto al que, en ciertos momentos, todo le supera, y es incapaz de controlar su excitación. En algún otro lugar quedan el cansancio físico, la dependencia absoluta que lleva a no poder separarse más de dos horas seguidas del bebé durante meses, o los instantes en que, por alguna razón, parece que la cosa no funciona y el niño se enfada durante la toma. De todo esto se habla mucho, a veces creo que se habla demasiado. Pues, a fin de cuentas, más allá del placer o las incomodidades, el secreto de la lactancia no está tanto en lo que pueda hacer la madre (a pesar de que haya buenos consejos), sino que se encuentra entreel bebé y la madre. En un punto indescriptible. Se trata de conseguir un equilibrio que puede alterarse por ambas partes, por cualquier razón. Un equilibrio frágil que reposa en el entendimiento y, diría yo, en el placer compartido. Si alguien me preguntara ahora, diría que el secreto de la lactancia está en disfrutar: la madre disfruta con su cuerpo y disfruta viendo disfrutar a su bebé. ¿Hay fórmulas mágicas para conseguirlo? No lo sé. Más bien lo veo como un poder que me ha sido temporalmente concedido; una facultad real que, como todo lo real, termina. Gabriele dentro de poco descubrirá nuevos sabores y según vaya creciendo necesitará muchas otras cosas (algunas de las cuales yo no podré darle) para ser feliz.

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