LA SIRENITA Y LA ADOLESCENCIA

¿Por qué necesitamos los cuentos tristes? Hablando con mis alumnos adolescentes no he podido evitar hacerme esta pregunta. Casi todas las versiones de los cuentos infantiles que conocen omiten o transforman los elementos más tristes, terribles o perturbadores: el lobo no se comió a Caperucita y a su abuelita, sino que la abuelita se escondió en un armario, y Caperucita salió corriendo y fue a buscar al cazador, que mató al lobo y liberó a la abuela; Hansel y Gretel no fueron abandonados en el bosque por su padre, sino que se perdieron, para gran disgusto de su familia; al patito feo su mamá le quería mucho y trataba de protegerle de todos los demás animales, que le despreciaban y maltrataban, etc. El caso más fragrante, en el que el cuento original ha desaparecido completamente de la conciencia colectiva tras estrenarse una película de Disney, es el de la Sirenita. Mis alumnos (sobre todo las chicas) me miraron estupefactos cuando les dije que la sirenita, en el relato de Andersen, no se casaba con el príncipe y se convertía en espuma de mar. Tan poco me creían que decidí leer el cuento en clase. Y al final, algunos me preguntaron: “¿por qué alguien que escribe para niños cuenta cosas tan tristes? Les va a causar un trauma…”

Dejando de lado el tema de los traumas, que ha dado lugar en mis clases a afirmaciones tan rocambolescas como que la madrastra de Blancanieves “tenía un trastorno mental”, he pasado un tiempo tratando de contestar a la pregunta de mis alumnos, pero también observando sus reacciones ante el cuento de Andersen y la verdadera sirenita, sobre la que les pedí que escribieran un texto breve. Hay varios elementos que llamaron poderosamente su atención: el hecho de que la bruja del mar advirtiera a la sirenita de que al tomarse la pócima para que su cola de pez se transformara en dos piernas de mujer sufriría como si la cortaran con un cuchillo, y después, cada vez que caminara, sentiría cuchilladas en las piernas y le sangrarían los pies; el apelativo con el que se dirigía a ella el príncipe: “mi muda huerfanita”; la soledad y la incomprensión de la sirenita, que ni siquiera pudo contarle nunca al príncipe su historia, al haber perdido la voz.

En algunas clases encontré a chicos y chicas que conectaron con la sirenita: sus ansias de crecer y de conocer otras realidades (para subir a la superficie del mar y asomarse al mundo de los humanos tenía que haber cumplido quince años, y nuestra protagonista se pasó toda su infancia añorando tal momento); sus deseos, infructuosos, de seducir al príncipe (que la quería tan solo como se quiere a una niña pequeña); su cuerpo magullado y dolorido, aunque hermoso y apreciado; su incapacidad para hablar y contar su historia, hacer al príncipe partícipe de su  dolor y su destino. Una niña me contó que muchas veces antes le había asaltado, en sueños o en fantasías, la imagen de una sirena amordazada, atada a una piedra en unos acantilados,  que quería hablar pero no podía. Y la protesta más unánime ante el final del cuento era: “No está bien porque el príncipe se queda sin saber nada de lo que había hecho por él la sirenita, y eso no es justo”. También, en algunos de los textos que me entregaron, encontré a sirenitas rabiosas y celosas que no aceptaban su destino, y que se quedaban con las ganas de haber clavado el cuchillo en el corazón de la novia del príncipe, aunque eso no les hubiera valido para seguir viviendo ellas tampoco.

La sirenita no tiene voz. No puede contar sus desdichas, y seguramente esa sea su mayor desgracia. Eso es lo que la convierte en un personaje total, emblemático: es el reflejo de todos aquellos que aman, o que sufren, y que no encuentran palabras para narrar su historia. Ella es muda, y es, para Andersen, una “huerfanita”. La idea de la orfandad es inmensa para los niños, es la forma que toma el miedo al abandono que a todos les acecha. Y los adolescentes parecen todos abocados a una cierta orfandad: la pérdida de la infancia, el paso del cuidado de los padres (incondicional, absoluto) a la búsqueda del amor fuera de la familia (con inseguridad, con experiencias reales de rechazo y abandono, con el miedo al fracaso). A la sirenita le dolía su nuevo cuerpo de mujer, pero a la vez lo amaba: en ningún momento ansía volver atrás, recuperar su cola de pez, acepta su destino como el único de los posibles.

Los cuentos tristes, incluso trágicos, son necesarios porque no hay una sola vida humana sin rastros de tragedia. Incluso las personas más felices alguna vez se han sentido abandonadas, rechazadas, enmudecidas, doloridas. Y los personajes como la sirenita expresan la totalidad de ese momento: su verdad, su intensidad, su principio y su fin. Frente a las llamadas a relativizar los problemas (“mira que otros están peor que tú”, “date cuenta de que esto pasará”, etc.) la literatura nos ofrece otra opción para enfrentarnos a los sufrimientos de la vida: verlos, por un tiempo, a través de una obra de ficción, como un absoluto, identificarnos y sumergirnos en ellos; para después salir, porque los libros se acaban. Las historias con un final triste también tienen un final. La sirenita murió, como Romeo y Julieta, como muchos amantes mueren cuando acaban sus historias de amor, y después continúan viviendo. Todas las mujeres hemos sido alguna vez esa niña que deseaba crecer, que adoraba a un príncipe, que no podía decir lo que quería, que se sentía demasiado pequeña, que era rechazada. Afortunadamente, una vida humana da para unas cuantas historias verdaderas. Y la literatura nos ofrece la posibilidad de vivirlas más intensamente, de darles un sentido, de explorarlas a fondo y ponerles, a todas ellas, un final, desgraciado o feliz.

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