En estos tiempos en que tanto se oye hablar de la inteligencia emocional, y de la necesidad de integrarla en la escuela, yo prefiero referirme a la “educación sentimental” de los niños y los jóvenes. Y tal educación se basa, casi exclusivamente, en la propia experiencia y en la reflexión sobre dicha experiencia. No hay nada más valioso que podamos transmitir a los niños que la necesidad de vivir intensamente, y de ahondar en aquello que se vive. No para aprender recetas, sino para integrarlo en nuestro interior y llegar a ser, finalmente, capaces de mirarnos a nosotros mismos, medir nuestras fuerzas y entender a los demás.
En los últimos meses he podido compaginar mi labor como madre de un niño de dos años con la enseñanza en distintos centros de Educación Secundaria. Han sido experiencias cortas, pero gracias a ellas he aprendido lo suficiente como para hacerme una idea de los métodos educativos que existen, y de los resultados que se obtienen con cada uno de ellos. Y querría llamar la atención hoy, pocos días después de la aprobación de la nueva ley de educación, sobre los peligros de incidir en un sistema basado en reválidas, exámenes y notas desde edades tempranas, premios y castigos (lo que en la ley se denomina “esfuerzo”), y en unas relaciones verticales entre el alumno y el profesor (o el intento de dotar al profesorado de una mayor “autoridad”).
La educación, en un sentido amplio, ha de estar dirigida a formar ciudadanos pensantes, autónomos, respetuosos, con espíritu crítico y un bagaje de conocimientos. Y estoy convencida de que fomentar la competitividad no es en absoluto la manera de alcanzar tal objetivo. La educación conductista, basada en la aplicación de refuerzos positivos (premios) y negativos (castigos) para obtener las conductas adecuadas (el estudio, la disciplina, la aceptación de la autoridad del profesor), no deja espacio para que crezca la motivación interna y acostumbra a los niños a no hacer nada sin la promesa de obtener algún provecho (a “no dar puntada sin hilo”).
En algunos colegios funciona todo un sistema de premios y castigos perfectamente escalonados: positivo, felicitación, premio honorífico; negativo, amonestación, expulsión. Y no es que tales refuerzos se utilicen de forma extraordinaria, cuando algún alumno hace algo que se sale de lo común, sino que están totalmente integrados en el día a día de la escuela, interiorizados y aceptados por los estudiantes, que pueden llegar a mostrar una gran disciplina, hacen siempre los deberes y no conciben ningún otro orden en la realidad.
¿Pero es esa una buena educación? He observado, con cierto estupor, que aquel comportamiento ejemplar se esfuma cuando los alumnos no se sienten bajo el ojo guardián de las normas, los premios y los castigos. ¿Les interesa lo que estudian? Nadie se lo pregunta, puesto que importan sólo los resultados (las notas obtenidas en las pruebas oficiales, el respeto efectivo a las reglas del colegio, que abarcan hasta los más mínimos detalles de la convivencia). Pienso que la educación conductista, aplicada en casa o en el colegio, tiene el enorme inconveniente de impedir el desarrollo del deseo por aprender; de no dejar sentir la satisfacción personal por el trabajo bien hecho; de no fomentar la empatía ni la ética, sino la obediencia a unas normas; de cortar la autonomía personal, la expresión de las emociones y la búsqueda del propio talento. Y son todos ellos pecados demasiado grandes, demasiado abrumadores, para que pensemos que corresponden al precio a pagar por que los niños estudien u obedezcan.
El respeto que ha inculcarse a los niños no puede sustentarse en el miedo. Porque entonces nos encontraremos con futuros adultos poco libres y proclives al cinismo y la hipocresía. “Hago lo que se espera de mí, lo que me hará quedar bien y conseguir algo a cambio (una felicitación, un premio, dinero); y nada más que el ojo acusador se dé la vuelta y no me vea actuaré como me venga en gana, porque no hay ninguna razón para evitar el mal si uno no va a ser castigado”. Creo que todos los días es posible advertir, en nuestra sociedad, el devastador efecto de este tipo de razonamiento.
El verdadero respeto se basa en la empatía, en enseñar a los niños a ponerse en el lugar del otro, en que aprendan que los demás también tienen sentimientos, que sufren y padecen, y que nadie tiene el derecho de maltratar a otro, o, más bien, que todos tenemos la obligación de mitigar el dolor ajeno. Desarrollar el sentido de la responsabilidad y la justicia es una tarea ardua para padres y profesores, dado el carácter egocéntrico de los niños y los adolescentes: pero la educación conductista es el mejor modo de no desarrollarlo, sustituyéndolo por una forma de “respeto” ficticia, que puede parecer muy eficaz, pero que se sustenta en el temor y el interés, y no en las emociones, que no anida en el corazón del individuo.
En primer lugar habríamos de entender que los niños respetan si se sienten respetados; si ven que las personas a su alrededor se tratan con cuidado; si sus padres respetan y valoran a los profesores; si nadie, ni en casa ni en el colegio, jamás les ha humillado ni ridiculizado; si no han ido acumulando resquemores por haberse sentido siempre subyugados. Y los límites necesarios en toda educación han de ir paulatinamente pasando del exterior (normas) al interior (la propia conciencia).
Un niño, un adolescente, ha de saber que tiene la libertad de elegir, de actuar. Y que sus actos tienen consecuencias. Que se puede hacer daño a sí mismo y que puede hacer daño a los demás. De verdad, no en absurdas escalas de premios y castigos.Y que hay que tratar de evitar ese dolor. En la primera infancia los padres, a menudo, han de ejercer dicha función de contención por sus hijos, pero siempre con el objetivo de ir desarrollando la empatía (mostrándose empáticos), el deseo de aprender (jugando y disfrutando de la vida) y la autonomía, la toma de decisiones y la independencia de pensamiento. El miedo a la libertad es el más dañino de todos los miedos. Y tampoco hay atajos para llegar al objetivo: se necesita tiempo, dedicación, razonamiento, ejemplo, conciencia.
La educación conductista no saca lo mejor de cada individuo. Tiende a convertirnos en personas reprimidas, aprovechadas, hipócritas, interesadas en obtener cualquier pequeño beneficio, poco solidarias con el grupo. Pero lo que me ha parecido más preocupante de todo es el tipo de identificación que provoca con quien ostenta la autoridad. El padre o el profesor que reparte premios y castigos se convierte en el modelo a seguir, y los niños llegan a interiorizar que ese es el modo natural de tratar a quienes están por debajo de ellos. Que lo importante es hacerse respetar e imponer la propia autoridad, no que la sociedad esté regida por el respeto a todos y cada uno de sus individuos.
Siempre he pensado que las personas se definen por el modo en que tratan a aquellos sobre los que tienen algún poder. Es muy sencillo ser amable y educado buscando la aprobación de un superior, ¿pero qué hacemos con quienes se encuentran, ante nosotros, en una situación de debilidad? ¿Cómo se portan los padres con sus hijos, los profesores con sus alumnos, los médicos con sus pacientes, los jefes con sus empleados? Se dice que nuestra sociedad adolece de un déficit de autoridad; pero yo sospecho que la falta de respeto a los límites y los roles que han de regir determinadas relaciones personales o profesionales procede de una enorme violencia latente: la de tantas personas que se sienten humilladas, despreciadas, abandonadas, y la de otras muchas que no son capaces de prestar a los otros la atención suficiente. De ahí surge la rabia, y la constante falta de respeto a las normas, y la imposibilidad de establecer unos límites verdaderos.
La educación no debe repetir tales esquemas. No puede servirse de una trampa sin quedarse atrapada en ella. Un profesor experimentado no es aquel que ha acumulado muchos conocimientos y técnicas docentes, sino el que ha vivido intensamente y ha tenido experiencias que le han dejado una huella. Por eso la experiencia no se mide en años, es algo que difícilmente puede medirse. Y la educación sentimental de los niños y los adolescentes depende de lo que han visto, de lo que les ha pasado, de si han sido o no capaces de sentirlo y de aceptarlo. Pensemos en ello. Démosle la vuelta al problema de la disciplina. Reconozcamos que nuestros alumnos, nuestros hijos… son el espejo en que nos miramos.
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