HOMO ERECTUS

Cuando miro a Gabriele, que acaba de cumplir once meses, y los diversos progresos que va haciendo, me paro a menudo a pensar que los pasos que va dando parecen, en realidad, un correlato de las diferentes fases de la evolución humana. Los niños, como los antiguos homínidos, un día descubren las posibilidades que les ofrece el hacer una pinza con sus dedos índice y pulgar, y se quedan fascinados ante la posibilidad de sostenerse erectos sobre sus pies (esas misteriosas partes de su cuerpo que antes, durante unos meses, han jugado a llevarse a la boca sin descanso).

El desarrollo motor de Gabriele se aceleró nada más cumplir los nueve meses. Uno puede imaginar que los niños van alcanzando nuevas destrezas de forma progresiva, poco a poco, y en parte es así, pero también lo es que tienen momentos en que, de repente, realizan saltos cualitativos que para quienes los observamos no dejan de ser impactantes. Gabriele pasó, en quince días, de arrastrarse tumbado boca abajo (era muy gracioso verle, ¡parecía una ranita!) a gatear sobre sus manos y rodillas y ponerse de pie agarrándose a sillas, mesas, sofás, etc. Ahora ya camina agarrado de nuestra mano, pero me gustaría detenerme en el momento en que alcanzó la posición erguida.

Estábamos en Italia, en una casa alquilada para las vacaciones, y su mayor pasión era meterse debajo de la mesa donde comíamos y tratar de incorporarse agarrado a una viga que había allí debajo. No conseguía ponerse de pie, porque el apoyo era aún demasiado bajo, pero sostenía su cuerpo sobre sus manos y sus pies, y se pasaba horas practicando. Un día, en un parque donde había una mesita baja, consiguió incorporarse por completo. Al verlo, mi sorpresa fue enorme. Pasaron por mi mente muchos momentos de su corta vida, y no daba crédito a cómo aquel bebé que era incapaz de cambiar de posición en el moisés, y a quien le poníamos un osito al lado para que no se le cayera el chupete, de repente estaba allí de pie, mirándome. Me pareció que aquello había ocurrido de repente, o más bien no sabía cómo había podido ocurrir.

Gabriele se mostraba muy contento de exhibir sus nuevas conquistas y un amigo nuestro lo llamaba con cariño “el coloso de Rodas”. Me pareció una expresión muy acertada para sus primeros equilibrios, al mismo tiempo fuertes, grandiosos, y titubeantes.

El pequeño coloso disfruta cada vez más caminando, le gusta hacerlo muy rápido y, por alguna razón que nos sorprende, con la boca abierta de alegría y la lengua fuera. Cuando vamos al parque le gusta agarrarse al final del tobogán y mirar cómo caen los demás niños. Siempre quiere dirigirse a donde están los niños mayores, que ya corren, y tiran y recogen sus pelotas. Yo me pregunto a menudo qué pensará Gabriele de ellos: de su facilidad de movimiento, de cómo se desplazan tan deprisa, sobre sus pies, mientras él aún no se atreve a soltarse para no perder el equilibrio. No parece triste ni frustrado, los mira maravillado y sonriente, igual que nosotros vemos, admirados, el vuelo de los pájaros.

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