Si había una cosa que despertaba mi curiosidad de niña era todo aquello que había sucedido en aquel tiempo remoto anterior a que yo tuviera conciencia. En realidad, me intrigaba que el mundo existiera ya antes de que yo lo recordara, que mis padres y todos los adultos hubieran vivido cuando yo aún no había nacido, que ellos hubiesen sido alguna vez niños. De ahí la incesante pregunta: “cuéntame algo de cuando eras pequeño…”. La segunda versión de ese deseo era: “cuéntame algo de cuando yo era pequeña”: de esa fabulosa e intrigante época que, casi por arte de magia, se había borrado de mi memoria, de la que mis padres sabían muchas cosas y yo todo lo ignoraba. Las distintas historias que me fueron contando tenían para mí el poder del mito, y una y otra vez surgían las mismas preguntas, repetidas sin descanso: “¿Qué hacía? ¿Qué me gustaba? ¿Por qué lloraba o reía? ¿Cómo empecé a hablar?” Sí, porque hubo una época en que yo no sabía hablar, y algunas fotos atestiguaban que era entonces muy pequeña, tanto que apenas se me reconocía, que mamaba del pecho de mi madre y que mi padre se divertía metiéndome dentro de su jersey o tumbándome rodeada de muñecos, de tal modo que yo pareciera uno más.
Me imbuía tanto de aquellos relatos que a veces incluso creía que estaban en mi propia memoria, y me costaba un tiempo reconocer que, en realidad, me los habían contado mis padres. Yo deseaba recordarlos. Quería acordarme de todo, y así acceder a aquel lugar escondido en que, sin duda, estaban los recuerdos de mi primera infancia. Me afanaba mucho en ello, pero siempre sin éxito.
En estos seis meses desde que ha nacido Gabriele he pensado a menudo en que todo este tiempo, con sus alegrías, sus descubrimientos y sus llantos, quedará también sepultado en su memoria. Él nunca podrá recordar lo que le gustaba volar sostenido por su padre, o cómo se ponía exultante, presa de una ansiedad casi loca, cada vez que veía que yo me preparaba para darle el pecho; no sabrá que se sonreía en sueños o el modo en que miraba extasiado nuestras manos cuando las movíamos frente a él; tampoco la manera en que se aturullaba cuando encontraba un montón de patitos flotando en el agua del baño y trataba de perseguirlos a todos al mismo tiempo. A veces me pone un poco triste pensar en que no podrá recordar nada de esto, tan triste como me ponía a mí de niña el haber olvidado mi primera infancia. Suceden en ese tiempo tal cantidad de cosas, cambios tan profundos, tan rápidos, emociones tan intensas, que parece mentira que después no seamos capaces de regresar a ellas. Y creo que para paliar esa carencia estamos también los padres. Somos, en realidad, la memoria de nuestros niños, y por eso es tan importante que no olvidemos nada de lo que ocurre en este tiempo: ni los hechos, ni aquello que los rodea. Es verdad que todo pasa muy rápido, y con un bebé a menudo parece que volara el tiempo. Pero una vez, haciendo esta reflexión, mi abuela, que tuvo seis bebés hace ya mucho tiempo, me dijo: “sí, pasa muy rápido, pero luego todo te queda para siempre, son cosas que nunca se olvidan”. Lo más importante, quizá, es no olvidar nada para poder contárselo a nuestros hijos, para que ellos, a través de nuestros relatos, se asomen a esa época en que vivían sin palabras, reflejados en nosotros.
Anoche, mientras Gabriele se estaba durmiendo, apoyé mi cabeza sobre los barrotes de su cuna. Él, como tantas otras veces, comenzó a tocar mi rostro con sus manos para conciliar el sueño. Y recordé, en ese momento, que de niña hacía yo prácticamente lo mismo, con mis padres, cuando tenía alguna pesadilla: los llamaba y después me invadía el miedo a que quien estaba a mi lado no fuera en realidad mi padre o mi madre sino un monstruo u otro ser amenazante. Palpaba su rostro para asegurarme de que no fuera así. De algún modo, esos gestos han de quedar guardados en nuestra memoria. De algún modo oculto, sin relato. El bebé necesita que seamos su memoria para reconstruir después su historia, para que nada en su vida carezca de palabras.
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