¿QUÉ HACEMOS CON LOS NIÑOS?

La pregunta sobrevuela, en ocasiones con tintes dramáticos, la mente de los padres y las madres a pocos días de una más que incierta vuelta al colegio; también la de los maestros y profesores y, desde un cierto punto de vista, la de los responsables políticos. Todos se plantean dónde van a dejar a los niños mientras sus padres trabajan, quién los va a cuidar y en qué condiciones. Sin duda son preguntas esenciales para las vidas de millones de personas. Hace solo unos días, caminando por una pequeña aldea de Cantabria, escuché un instante fugaz de una conversación ajena en la que una mujer decía: “Como lo de los niños vuelva a ser on line, me pego un tiro”. El lenguaje coloquial permite expresar con cierta ligereza un sentir bastante amargo, quizá el de la desesperación ya vivida.

Tales dificultades prácticas, domésticas y laborales han irrumpido con tal virulencia, de una forma tan arrolladora, y con tan gran desidia por parte las administraciones a la hora de garantizar la más mínima conciliación, que temo que, unos ya sobrepasados y otros por pura indiferencia, estemos dejando de pensar en los niños. Gunnel Lindblom, actriz y directora sueca, escribió en relación a su película Villa Paraíso (1977), centrada en la infancia, o más bien en los vínculos entre adultos y niños: “He querido decir que hay una responsabilidad aún mayor que la de alimentar y vestir a los niños. También hay que interesarse por ellos. (…) La responsabilidad hacia los niños no se acaba dándoles lo que materialmente necesitan. (…) Si debe haber guarderías, hay que construir un sistema que las sostenga. Después de las guarderías se sigue desembarazándose de los niños metiéndoles en colegios donde a nadie le importa qué les ocurre. La pregunta que hago -¿qué hacemos con los niños?- no implica responsabilidades particulares ni para mujeres ni para hombres. Es problema de mujeres y hombres.

Sus palabras resuenan de una forma especial en estos momentos. La amenaza de la enfermedad ha puesto el cuerpo en el centro, y ha concentrado nuestras preocupaciones en si los niños tienen más o menos capacidad de contagio, a partir de qué edad deben llevar mascarillas, o en si es seguro que se relacionen entre ellos y con los adultos. Sobre la vuelta al colegio, estas mismas cuestiones, focalizadas casi exclusivamente en el control del cuerpo, son las únicas que parecemos capaces de plantearnos. Pero nuestra responsabilidad hacia los niños es también de otro orden, como recuerda Gunnel Lindblom. La escritora italiana Natalia Ginzburg, en su autobiografía, ahonda en la misma idea: “Cursé toda la enseñanza elemental en casa, porque mi padre decía que en las escuelas públicas los niños contraían enfermedades. Por aquel entonces se daba enorme importancia a la salud física y ninguna a la psicológica”.

Durante el confinamiento, la vida de todos niños volvió a girar única y exclusivamente en torno a la intimidad del hogar, como ocurría cuando eran bebés y sus necesidades podían ser satisfechas por una sola persona en la seguridad de un entorno conocido y estable. En el mejor de los casos, reencontraron en sus casas y en sus familias un refugio. Ciertamente, el colegio es un lugar profundamente hostil para algunos niños, al igual que las relaciones familiares pueden convertirse en un infierno. Pero nada de eso está aflorando. Son historias que han sido relegadas al ámbito de lo privado, que nadie cuenta. Por desgracia, con el tiempo acabaremos viendo algunas consecuencias del abandono, de los múltiples maltratos, de la soledad ante las pantallas, de la ausencia de sueños y esperanzas, del simple desasosiego prolongado y sin palabras. Los niños más afortunados han tenido una familia en la que cobijarse, pero también necesitan afrontar los desafíos del mundo exterior para seguir creciendo.

Mientras tanto, los adultos continuamos atrapados en lo concreto: preocupados porque en algunas casas no hay wi-fi, pensando en las tablets, la distribución de los pupitres, los horarios. Cuando se habla de la escuela, resulta llamativa la ausencia de un discurso que ponga en el centro su función en la formación de ciudadanos libres. Como si la capacidad de reflexión o de análisis, o el propio pensamiento crítico –imposibles de desarrollar en cualquier modelo on line o sin interacción humana, puesto que se aprende a pensar siempre con otros– fueran prescindibles en este momento histórico; como si la incapacidad para valorar y fomentar el conocimiento y la ciencia crítica no fueran una de las principales causas de las dificultades que está teniendo nuestro país al afrontar esta crisis. Los estudiantes y profesores italianos han utilizado, para exigir la reapertura de las escuelas, una cita de Antonio Gramsci que subraya justamente la función social del conocimiento: Istruitevi, perché avremo bisogno di tutta la nostra intelligenza.

Cada día estamos más alejados, finalmente, de otras preguntas también esenciales: ¿Qué experiencia tendrán los niños al volver a sus escuelas?, ¿se alegrarán de reencontrarse con sus profesores y compañeros?, ¿les invadirá una insoportable sensación de extrañeza?, ¿se habrá resentido su deseo de aprender?, ¿qué deberíamos enseñarles?, ¿qué libros nos gustaría que leyeran?, ¿con qué palabras podremos ayudarles a contar su propia historia?, ¿cuáles serán sus esperanzas y deseos de futuro? Y, por último, ¿qué recordarán de este tiempo?

Quizá la cuestión fundamental, la que más podría acercarnos a saber qué hacer con los niños, es la que tiene que ver con las huellas, conscientes o no, que dejamos en ellos: mirarlos sin dejar de pensar en los recuerdos que estamos creando, hablarles interesándonos por el efecto que tendrán nuestras palabras. En medio de la peor pandemia de los últimos cien años, no podemos eludir nuestra responsabilidad con los niños: ofrecerles una intimidad cálida y mostrarles un mundo deseable.

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