¿Cómo aprenden los niños a hablar? Pocas preguntas me resultan tan fascinantes como ésta, y aunque supongo que hay ya multitud de estudios científicos sobre el tema (que por desgracia yo desconozco), querría explicar el inicio de este proceso desde otro punto de vista: el de quien observa de cerca los progresos que poco a poco va haciendo un bebé.
El lenguaje es una creación compleja, seguramente la más profunda y fascinante de la mente humana, y parece increíble que en más o menos un año ese recién nacido que parecía casi ajeno al mundo y era incapaz de emitir ningún sonido más allá del llanto pueda balbucear, entender una buena parte de lo que se le dice, y quizá pronunciar sus primeras palabras. Gabriele aún no ha llegado a ese estadio: tiene ahora ocho meses y se encuentra de lleno en la fase del balbuceo. Ha aprendido a repetir sílabas tipo “papapa”, “bababa” (su preferida), y últimamente, de vez en cuando, “mamama”. El camino para llegar hasta aquí ha sido largo: desde las primeras vocales alrededor de los dos meses; los grititos agudos, los diptongos y las guturales a los cuatro meses; pedorretas y consonantes bilabiales desde los cinco (su favorito fue durante un tiempo “bububu”), y finalmente, nada más cumplir los siete, ¡sus primeras sílabas! En lo que se refiere a la comprensión, sabemos que reconoce claramente tres palabras: “Gabriele”, “no” y “ven” (más lo que vuele nuestra imaginación).
Creo que es difícil reparar en lo difícil que debe de ser el aprender a hablar una lengua, con su sistema gramatical, sus palabras y sus infinitos matices. Aquello en lo que pienso ahora a menudo es en cuándo llega el momento (porque creo que ahí estamos) en que el niño asocia un significante (es decir, un conjunto de sonidos) a un significado. Es, sin duda, un hito importante, la base de todo lenguaje. Y observando a Gabriele no deja de sorprenderme que parecen iniciarse, en la mente de los niños, dos caminos distintos que en algún momento, de forma misteriosa para quien lo mira desde fuera, convergen. Por un lado están los sonidos que emite el bebé, cada vez más variados y elaborados; es decir, el modo en que el niño se va preparando para poder articular las palabras cuando ya entienda su significado. Los balbuceos son como palabras sin sentido, y muchas veces no deja de asombrarme su expresividad y su belleza; en otras ocasiones son más rudos o incluso estridentes; y en ciertos casos los padres no podemos evitar la tentación de darles un significado: ¡ha dicho mamá!, ¡papá!, ¡agua!
El segundo camino es el de la comprensión del lenguaje. No sé cuándo se inicia, pero durante mucho tiempo se desarrolla en silencio. El bebé practica y practica el balbuceo antes de decir sus primeras palabras. Observa el mundo y poco a poco va asimilando el lenguaje, antes de decidirse a utilizarlo por sí mismo. En medio de todo este proceso, me pregunto, ¿cuál es la función del balbuceo? ¿Por qué los niños tratan de articular palabras aun antes de entender el lenguaje?
El repertorio de sonidos que pronuncia Gabriele es ya conocido por nosotros, hemos ido asistiendo a su evolución y a menudo jugamos a repetirlos. El bebé nos transporta a un mundo en el que no hay palabras propiamente dichas (significado y significante), sino tan sólo una constelación abierta de sonidos que pueden querer decir cualquier cosa. Gabriele me muestra, cada día, la belleza de la voz humana, de las articulaciones de sonidos, de la infinita gama de nuestras vocales. Nunca me había sentido tan atraída por la fonética. Frente al lenguaje comunicativo, los bebés lo saben todo de la articulación de la voz humana como deleite. Cada vez que aprenden un sonido lo repiten sin descanso, después lo dejan, vuelven a él, en un juego en el que hablar es puro placer por escucharse y ser escuchado.
Muchas veces, estudiando textos críticos y literarios, he leído a poetas que decían que deseaban liberar al lenguaje de su mera función comunicativa. Pues bien, los bebés nos enseñan que las palabras nacen libres, también que la comunicación va mucho más allá de lo que se dice (y es posible desde muy pronto, sin palabras), y que la belleza y el deleite del lenguaje comenzamos a conocerlos a las pocas semanas de vida. Quizá sólo algunos grandes poetas lleguen a reencontrar ese placer: las palabras que aparecen, conmocionan y se esconden, que dejan una estela: “un no sé qué que quedan balbuciendo”…
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