Pocas cosas hay tan difíciles como poner un nombre. Con Gabriele nos costó mucho decidirnos: hasta casi un mes antes de que naciera no nos pusimos de acuerdo en cómo llamarle. Y es que nos parecía la elección más complicada: ¡un nombre para toda la vida! Un nombre que llegaría a formar parte de él, la palabra por la que todos le conocerían, con la que él mismo se reconocería más tarde.
Cuando vi a Gabriele por primera vez no se me ocurrió llamarle por su nombre, creo que lo primero que le dije fue “hijo mío”. En aquellos días pasó un poco de todo. Mi madre, no sé cómo, dio en llamarle obispo (obispillo en el mejor de los casos), y para su padre desde muy pronto fue “patato” (“Tu sei patatino, sei proprio piccolino”), aunque pasados los tres meses decidió que ya no era “patato”, sino que se había convertido en “papero” (pato). Y como tiene un chupete azul la cantinela era: “Sei un papero blu, col becco blu” (eres un pato azul, con el pico azul). Otros acuñaron nombres como “bebetón” o “polpettona”, y hasta se nos ocurrió llamarle “nini” (ni estudia ni trabaja). En fin, que hace poco, leyendo uno de esos libros en que se informa sobre el perfecto desarrollo del bebé, encontré la frase: “A los cinco meses, el bebé reconoce su nombre”. ¿Pero qué nombre? ¡Dios mío, qué desastre! ¡Mi niño ya va a cumplir cinco meses y le debemos de estar causando una confusión terrible con tantos nombres! Me empleé entonces en repetirle muchas veces “Gabriele, Gabriele, Gabriele”, aunque sin conseguir grandes resultados. Y al mismo tiempo me decía: no reconoce su nombre, y es por culpa nuestra, por llamarle de tantas formas distintas, ¡seguro que esto no es bueno para su desarrollo! Así, haciendo experimentos, descubrimos que era bastante indiferente a la palabra Gabriele, pero que sin embargo se reía encantado, incluso a carcajadas, cada vez que le decíamos “blu”: “Sei un papero blu, col becco blu”, o cualquier otra construcción en que apareciera la palabra “blu”. Después de darle tantas vueltas a la elección del nombre, resulta que ahora parece que Gabriele cree llamarse Blu. O que es así como más le gusta que le llamen. Y, claro, aunque continúo con mi empeño en que aprenda su precioso nombre no puedo dejar de ceder a la tentación de decirle “blu, blu, blu” para hacerle reír. Así que no sé en qué parará la cosa.
En cualquier caso, me pregunto por qué damos tantos nombres a los bebés, por qué nos divertimos renombrándolos una y otra vez. Hacen lo mismo los enamorados, que en cada encuentro se reinventan y se llaman de mil formas casi siempre inconfesables. Quizá, en uno u otro caso, la realidad nos asombra de tal modo, y cambia tan rápido, que es imposible apresarla en un solo nombre; o puede ser que tratemos de tejer un mundo íntimo y secreto en el que las palabras signifiquen otra cosa, y cuyo sentido sólo nosotros conozcamos. Hace poco, leyendo a Nicanor Parra, que dentro de unas semanas recibirá el Premio Cervantes, encontré estos versos: “El poeta no cumple su palabra / Si no cambia los nombres de las cosas”. Podría decirse lo mismo de quienes cuidan a un bebé: a su alrededor nada tiene nombre, todo es mudable, como lo son los incipientes sonidos que dice el niño. Y para acompañarlo en esa enorme tarea de descubrir la realidad las madres, los padres, los amigos, los abuelos inventamos nombres y más nombres, así cumplimos nuestra promesa de no desencantar el mundo.
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