Vivir con un niño de un año es una lucha constante contra el caos. Gabriele entra en una habitación, comienza a abrir los cajones, a coger y examinar lo que está a su alcance, a hacer todo tipo de combinaciones entre las cosas. Cuando se cansa de algo, o su atención es capturada por un nuevo objetivo, lo tira con ímpetu, como arrojándolo a la inexistencia. Va sacando, mostrando y abandonando más y más objetos. Algunos los reencuentra, quizá los intenta combinar de otro modo. Y al cabo de media hora, si un adulto no interviene, el lugar se ha convertido en un pequeño campo de batalla en el que hay que tener cuidado para no pisar una bola, un cochecito, o cualquier otra cosa insospechada.
Algo parecido sucede con la comida. Gabriele come ya bastante bien con el tenedor y la cuchara; empieza a hacerlo con atención, orden y limpieza. Pero poco a poco le empieza a cautivar la idea de tocar ese trozo de comida que acaba de pinchar, comprobar su textura, su consistencia, mirar a ver qué pasa con él si mete su dedo dentro, si lo estruja… Y el resultado son unas manos manchadas de salsa que se tocan la cara y el pelo, momento fatídico en que su padre y yo ponemos fin a los experimentos.
Sin embargo, a la vez que esta fuerte inclinación al caos, existe en el niño un deseo por encontrar algún tipo de orden en el mundo. Un orden que puede coincidir o no con el nuestro. Llama la atención el celo con el que Gabriele trata de introducir unos objetos dentro de otros. A veces lo hace según la lógica de lo que ya conoce: encuentra una pieza de un juego y la lleva a su caja, ve tirado un cable de un cargador y se afana en encontrar un aparato en que enchufarlo, ve una llave y todo su empeño (que puede durar largos ratos) se centra en dar con una cerradura donde introducirla. No obstante, otras muchas veces se mueve con una lógica interna, que nosotros podemos calificar de caótica (porque provoca desorden en nuestro orden), pero que quizá no lo sea tanto. El padre de Gabriele, que es matemático, dice que nuestro hijo posee una “mente combinatoria”.
Gabriele coge todo tipo de objetos (piezas de puzzle, construcciones, pinturas, muñecos, cartones, etc.) y les encuentra pequeños escondites, lugares “secretos” donde dejarlos bien guardados. Ya nos hemos ido acostumbrando a que cuando perdemos algo podemos buscarlo dentro de la lavadora, en un maletín que hay en el armario de nuestro cuarto, detrás de los libros de una estantería en concreto, dentro de un gran altavoz de música, debajo de los sillones o en el interior de unas cajas de madera donde guardamos papeles. Eso es lo más previsible, pero claro está, no siempre encontramos tan fácilmente lo que buscamos. Gabriele lo pone todo a buen recaudo. ¿Esconde las cosas en pequeñas cavidades para protegerlas, para que estén allí seguras?, ¿movido por el mismo impulso que le lleva a él a meterse en un carrito con ruedas que tenemos, o a sentarse y acurrucarse en la esquinita que queda entre la pared de la cocina y la alhacena?, ¿o lo hace llevado por su infinita curiosidad de ver si esta forma cabe dentro de esta otra? El palo de su fregona de juguete se ha convertido en un contenedor de pinturas, tiene una pequeña librería bajo el sofá, y las figuras de cartón viven entre los cojines del sillón. No deja de sorprenderme cómo en medio del caos Gabriele va buscando lugares muy concretos (esperables o inesperados) en los que dejar y guardar algunas cosas.
Me pregunto si estos juegos reflejan sus propias tensiones con un mundo a menudo caótico e imprevisible en el que intenta ir encontrando un orden y un sentido. Muchas veces tal sentido viene dado por nosotros: el teléfono sirve para hablar y se deja en la mesita; las pinturas son para dibujar y se meten en su caja, los cables están todos en un mismo cajón. Él aprende estos usos y los reproduce, a menudo con orgullo, en sus juegos. Pero va más allá. Casi cualquier objeto puede ser un teléfono si uno se lo acerca a la oreja y emite sonidos; como tales, los teléfonos de juguete han de tener un agujerito por el que meter el cargador (que Gabriele busca sin éxito), y cualquier agujerito puede ser una cerradura (aunque la llave, tras múltiples intentos, no entre). A veces coge un objeto y, con evidente satisfacción, se acerca al lugar que él ha decidido que le corresponde, para sorpresa de quienes lo observamos. A veces yo le digo: “¿se ha ido a dormir el cuento (o cualquier otra cosa)?” Y él me mira complacido. Si saco el objeto en cuestión y trato de devolverlo a “su” lugar, él suele insistir en colocarlo donde había decidido. El resultado, por supuesto, es que a nada que nos despistamos tenemos la impresión de vivir con un duendecillo en casa: y ya no nos sorprende casi nada.
Por las noches, cuando Gabriele ya se ha dormido, yo me dedico a recoger todos sus juguetes y devolverlos a su sitio. No sé por qué, pero es algo que hago con gusto. Me afano en buscar todas las pinturas, las bolas, las piezas… y me voy a la cama algo disgustada si ese día se nos ha perdido algo. Creo que para Gabriele es importante comprobar que su caos no se apodera del mundo; que puede jugar a buscar a las cosas su propio lugar, o lanzarlas por el aire, o desarmarlas y darles cualquier otro uso; pero que al día siguiente, casi por arte de magia, todo ha vuelto a su sitio, en un ciclo que se repite cada noche. Quizá esto aumente su confianza en una realidad benévola que se puede transformar, en la que hay huequitos para cada cosa, para que nada importante sea olvidado ni quede a la intemperie; una realidad en la que, a la vez, su atención dispersa y cambiante sea encauzada y contenida, y el sentido del mundo y de las cosas se vaya construyendo poco a poco, de forma siempre compartida.
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